martes, 21 de julio de 2020

SEIS AÑOS DESPUÉS… AL VIEJO CONTINENTE!


21 de junio de 1970. Esa fecha había de marcar un quiebre en mi vida, un antes y un después… La selección de fútbol de Brasil jugaba contra Italia la final de la copa mundial de futbol, en el estadio Azteca de México, D.F.

https://fbcdn-sphotos-a-a.akamaihd.net/hphotos-ak-snc7/384698_10151825536734298_478198492_n.jpgAnteriormente, en 1968, había asistido a la clausura de los juegos olímpicos en el D.F. pero esta vez, dos años después, no estaría en la clausura del mundial de fútbol.
Mientras los mexicanos se aprestaban a ver el esperado encuentro entre Brasil e Italia, yo volaba hacia el aeropuerto de Londres, como una breve etapa previa a Barcelona para desde ahí, después de unas vacaciones con mis padres, dirigirme a Bruselas.

Se terminaban cuatro años de estadía en México. En ellos había llegado al sacerdocio, parecía que ya era lo último a lo que podía aspirar. Y sin embargo,  sentía que me faltaba culminar algo más mi formación.

En esos cuatro años  -y hasta los años 80- se había empezado a vivir algunos cambios dentro de la Iglesia, como resultado del Concilio Vaticano II. Pero todo cambio de estructuras, toda renovación social, suelen ser lentos, y dentro de la iglesia católica, con un pasado histórico de dos mil años, todo era demasiado lento, mientras que el mundo avanzaba a la velocidad del jet que me trasladaba al viejo continente.


Sentado en la comodidad del avión (iba casi vacío pues poca gente quería salir de México el mismo día de la final de un mundial, con Pelé como estrella) pensaba en mi examen de “ad audiendas”. Para ser sacerdote había que estar en condiciones de escuchar (de ahí la expresión en latín “ad audiendas”) confesiones y para ello, se estudiaba teología moral, con toda la casuística que ello implicaba.

Dentro de la Compañía de Jesús, el examen final del curso de moral, se realizaba en forma oral, ante un tribunal compuesto por tres teólogos jesuitas y abierto al público. Cada uno de los examinadores simulaba ser un o una fiel más que se confesaba ante el estudiante para valorar las respuestas y los consejos que daría el día de mañana ese futuro “confesor” sometido en ese momento al examen.

Me acuerdo de un compañero mexicano muy inteligente, gran teórico, al que todos los compañeros admirábamos por sus conocimientos, que se presentó ante el tribunal. Dada la expectativa que despertaba la “confesión pública” ante uno de los mejores estudiantes, muchos compañeros llenamos el aula. El examen solía durar alrededor de una hora. Uno de los examinadores, sacerdote ya de edad, envuelto en su negra sotana, simulaba la confesión de una bailarina:

-       -  Padre, quiero pedir perdón por la vida ligera que llevo.
-    - Hija mía (los que estábamos como público tuvimos que contener la risa, al imaginarnos a ese venerable jesuita de vida ligera). Y ¿cuál es su pecado?
-     - Verá, padre, yo actúo bailando en un programa de televisión, y salgo ante las cámaras con muy poquita ropa…
-     - Y dígame  (aquí el novel confesor no sabía ya cómo continuar) ¿a qué hora actúa usted…?

¡Ahí terminó el examen que debía haber durado una hora! La falta de prudencia en la pregunta le significó a nuestro compañero repetir el examen meses más tarde… Los profesores eran inflexibles no tan sólo al valorar el conocimiento de la materia, sino al momento de medir la prudencia en el diálogo que se aplicaría cuando confesáramos de verdad…  ¡Una pregunta así, de realizarse en el momento de una confesión, podría considerarse como una insinuación para querer ver a la vedette!


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La teología moral, sobre todo en el aspecto referido a la vida sexual, cuando además el Papa Pablo VI acababa de publicar, el 25 de julio de 1968, la encíclica Humanae Vitae (“De la vida humana”, en latín) era la materia más compleja[1]. ¿Se podía aplicar el control de natalidad, fuera de los métodos naturales?



A mí tampoco me fue de maravilla en el examen “ad audiendas”. En el tribunal había dos profesores de teología moral. Uno de ellos, ya en edad de jubilarse, defensor a ultranza de la teología tridentina, y otro recién llegado al seminario, tenía una visión más abierta. Justamente me correspondió “confesar” a una señora, representada por el jesuita mayor, que me decía tener tres hijos y, dada su situación económica, no podía mantener a más:

-       - ¿Qué hago, padre?  -me lanzó la pregunta con una mirada angustiosa-
-      - A ver, señora  -yo todo respetuoso ante el examinador más anciano-  ¿usted ha conversado con su esposo y los dos piensan que nos les conviene tener más hijos?  -mientras hacía otras preguntas para que pasaran los minutos, de reojo miraba al examinador más joven para tratar de captar alguna reacción en él… 
-       - Si, padre, lo hemos conversado entre nosotros dos y no podríamos atender y educar bien más hijos  - Sentí que algo se tambaleaba delante de mí y llegó el momento de mi consejo; tenía que decidir entre una respuesta acorde a los cambios en la teología o mantenerme en la tradición-
-       - Mire, señora, si ustedes dos, en su conciencia consideran ante el Señor que han de buscar alguna forma de evitar más hijos…

Ahí terminó también mi examen. ¡Reprobado! Y es que la opinión del profesor decano pesaba más en el jurado que la del joven docente. Tenía que seguir estudiando como otros más, para repetir el examen…

La carta del papa Pablo VI había sido tajante, demasiado categórica; y sin pretenderlo, levantó división de opiniones entre los mismos teólogos. ¿Dónde quedaba la conciencia de los católicos si todo tenían que hacerlo por obediencia? Aquí empezaban las discusiones, según el criterio más o menos amplio de los teólogos[2].

Pero no se trataba tan sólo de la moral, toda la teología debía ser reenfocada a partir de los decretos y constituciones promulgadas por el Concilio.

http://www.biografiasyvidas.com/biografia/j/fotos/juan_xxiii_2.jpgAnteriormente, el papa Juan XXIII había lanzado el mensaje: hay que abrir las ventanas de la iglesia para que entre el aire del mundo. El aggiornamiento era una necesidad en la actuación de la Iglesia: el retorno a las fuentes bíblicas, la liturgia…, todo ello era un desafío para la iglesia y, dentro de ella, para los jesuitas.

Por eso, al terminar los estudios de teología en México solicité una beca para completar un año más de especialización (hoy diríamos un diplomado) en teología, pero esta vez en un país europeo que consideraba más avanzado en estudios teológicos. 

En Bruselas, Bélgica, existía un instituto de jesuitas “Lumen Vitae” (“Luz de la vida”, en latín), dependiente de la universidad de Lovaina. No quería volver a Bolivia para el trabajo pastoral sin antes haber asentado mejor mi base teológica.

Así, aquel 21 de junio de 1970, a bordo de British Airways, dejaba México, con mi corazón un poco roto por tener que alejarme de amistades tan entrañables. En el aeropuerto mexicano me despedí, guitarra en mano y con un hermoso sombrero de charro, de quienes se acercaron hasta el Peñón de los Baños. Envuelto en esos pensamientos sobre lo incierto del futuro, me dirigía hacia la vieja Europa con la incógnita de lo que me esperaría en Europa.

Y la primera diferencia que encontré fue que la familia había crecido: mis hermanos ya casados y el mayor de ellos con dos hijas y un niño. Por parte de mi hermano menor, la primera de las niñas ya estaba en camino.

En el mes de agosto de 1970 me dirigí a Paris, para practicar francés y, en septiembre, hice mi llegada al Instituto Lumen Vitae donde viviría y estudiaría hasta mi retorno a Bolivia.


  




[1] Esta encíclica subraya que el matrimonio cristiano es válido sólo bajo los fundamentos de la unión, el amor, la fidelidad y la fecundidad. Por ello, el acto conyugal no puede separar los dos principios que lo rigen: el unitivo y el procreativo. De esta forma, la Iglesia católica opone a todo tipo de anticoncepción, sea cual sea su naturaleza. Aun así, cuando existen serios motivos, la encíclica propone como lícito el uso de los métodos naturales para espaciar temporalmente los nacimientos, limitando las relaciones conyugales a los períodos naturales de infertilidad de la esposa.
[2] Las enseñanzas de la encíclica fueron rechazadas abiertamente por algunos grupos de católicos. De hecho, dos días después de su promulgación, un grupo de teólogos, liderado por el sacerdote Charles Curran, publicaron una declaración que decía que la conciencia individual de cada católico debía de prevalecer en un dilema tan personal.