viernes, 17 de abril de 2015

Cap. 8: El sacerdocio



16 de agosto de 1969. Habían transcurrido doce años desde que salí de casa de mis padres para ingresar a la Compañía de Jesús. Años de noviciado, estudio de literatura e idiomas, filosofía y tres años de estudio de teología… Estaba a punto de culminar lo que sería una de las etapas más significativas en mi vida: el sacerdocio.

Entre el público asistente, familiares y amigos de todo el grupo, estaban también mis padres, que habían llegado desde Barcelona a quienes no veía desde que subí al barco para venir a Bolivia. 



 
Y aquel sábado de agosto, en el seminario mexicano de Río Hondo, avanzábamos en procesión 14 jesuitas hacia el altar presidido por uno de los mejores obispos mexicanos, Sergio Méndez Arceo, para que por la imposición de sus manos recibiéramos el don del Espíritu Santo.

El sacerdocio: para unos, era tal vez el medio por el que podrían impartir los sacramentos de la iglesia católica: bautizar, perdonar los pecados, celebrar la misa…, y todo ello era cierto también para mí; pero por encima de todo primaba un pensamiento paulino que había expresado en mis invitaciones y recordatorio de la ordenación: la transmisión de la palabra.

         

¿Acaso no había sido ya, en el antiguo testamento, el profeta Isaías, el que proclamó: “El señor me eligió y me ha llamado para anunciar la buena noticia de la liberación…”? (Is. 61: 1-2) ¿Y no había sido Pablo, el apóstol misionero por excelencia, el que repetía: “Ay de mí si no evangelizara”…?  La recomendación de Pablo a Timoteo resonaba en mi interior: “Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo (...) siempre con paciencia y preocupado por enseñar” (II Tim. 4: 1-4). Y con más énfasis, Pablo les recordaba a los cristianos de Corinto: “Cristo no me envió a bautizar, sino a anunciar su Evangelio…” (I Cor 1:17)



 Esa mañana, durante la solemnidad de la celebración eucarística, nos fuimos presentando uno a uno, ante el obispo, para recibir la unción sacerdotal y escuchamos sobrecogidos la solemne afirmación, pronunciada en la carta a los Hebreos que retoma el mensaje del Génesis: ““Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec. Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedec” (Hebreos, 5: 6).

El sacerdocio se constituía así en el sacramento que daría fuerza a nuestra palabra y que, a través de la palabra, actualizaría también el recuerdo de la última cena de Jesús, hecho presencia en la eucaristía.

“Sacerdote para siempre”, no se podía borrar la unción realizada por el obispo, “in aeternum”, resonaba como un eco el cántico gregoriano. Y eso reforzaría más durante mi vida el hecho que, después de haber pedido al Vaticano la dispensa de la promesa del celibato, después de cuarenta años de casado, con esposa, hijas y nietos, sigo sintiéndome sacerdote, porque esa palabra del Señor ¡no se borra jamás!
 
Al día siguiente, domingo 17 de agosto, en compañía de mis padres, de los compañeros de la comunidad de Tecualipan, de las familias amigas y de los habitantes del Peñón de los Baños, celebré por vez primera la Eucaristía, en el patio de la escuela.

Me faltaba todavía un cuarto año de estudio de teología y, durante ese tiempo, no dejé de ir ningún domingo al Peñón. Era una alegría celebrar con el pueblo sencillo recordando que Cristo había elegido a los más humildes, a los que no son elogiados para confundir a los engreídos (I Cor. 1: 25-29).