16 de agosto de 1969. Habían transcurrido doce años desde que salí de casa
de mis padres para ingresar a la Compañía de Jesús. Años de noviciado, estudio
de literatura e idiomas, filosofía y tres años de estudio de teología… Estaba a
punto de culminar lo que sería una de las etapas más significativas en mi vida:
el sacerdocio.
Y aquel sábado de agosto, en el seminario mexicano de Río Hondo, avanzábamos
en procesión 14 jesuitas hacia el altar presidido por uno de los mejores
obispos mexicanos, Sergio Méndez Arceo, para que por la imposición de sus manos
recibiéramos el don del Espíritu Santo.
El sacerdocio: para unos, era tal vez el medio por el que podrían impartir los sacramentos de la iglesia católica: bautizar, perdonar los pecados, celebrar la misa…, y todo ello era cierto también para mí; pero por encima de todo primaba un pensamiento paulino que había expresado en mis invitaciones y recordatorio de la ordenación: la transmisión de la palabra.
El sacerdocio: para unos, era tal vez el medio por el que podrían impartir los sacramentos de la iglesia católica: bautizar, perdonar los pecados, celebrar la misa…, y todo ello era cierto también para mí; pero por encima de todo primaba un pensamiento paulino que había expresado en mis invitaciones y recordatorio de la ordenación: la transmisión de la palabra.
¿Acaso no había sido ya, en el antiguo testamento, el profeta Isaías, el que proclamó: “El señor me eligió y me ha llamado para anunciar la buena noticia de la liberación…”? (Is. 61: 1-2) ¿Y no había sido Pablo, el apóstol misionero por excelencia, el que repetía: “Ay de mí si no evangelizara”…? La recomendación de Pablo a Timoteo resonaba en mi interior: “Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo (...) siempre con paciencia y preocupado por enseñar” (II Tim. 4: 1-4). Y con más énfasis, Pablo les recordaba a los cristianos de Corinto: “Cristo no me envió a bautizar, sino a anunciar su Evangelio…” (I Cor 1:17)
Esa mañana, durante la solemnidad de la celebración
eucarística, nos fuimos presentando uno a uno, ante el obispo, para recibir la
unción sacerdotal y escuchamos sobrecogidos la solemne afirmación, pronunciada
en la carta a los Hebreos que retoma el mensaje del Génesis: ““Tú eres
sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec. Tu es sacerdos in
aeternum secundum ordinem Melchisedec” (Hebreos, 5: 6).
El sacerdocio se constituía así en el sacramento que daría fuerza a nuestra palabra y que, a través de la palabra, actualizaría también el recuerdo de la última cena de Jesús, hecho presencia en la eucaristía.
“Sacerdote para siempre”, no se podía borrar la unción realizada por el
obispo, “in aeternum”, resonaba como un eco el cántico gregoriano. Y eso
reforzaría más durante mi vida el hecho que, después de haber pedido al
Vaticano la dispensa de la promesa del celibato, después de cuarenta años de
casado, con esposa, hijas y nietos, sigo sintiéndome sacerdote, porque esa
palabra del Señor ¡no se borra jamás!
Al día siguiente, domingo 17 de agosto, en compañía de mis padres, de los
compañeros de la comunidad de Tecualipan, de las familias amigas y de los
habitantes del Peñón de los Baños, celebré por vez primera la Eucaristía, en el
patio de la escuela.
Me faltaba todavía un cuarto año de estudio de teología y, durante ese
tiempo, no dejé de ir ningún domingo al Peñón. Era una alegría celebrar con el
pueblo sencillo recordando que Cristo había elegido a los más humildes, a los
que no son elogiados para confundir a los engreídos (I Cor. 1: 25-29).
Interesante fragmento sobre su vida Pepe. Me quedo con sus últimas palabras citadas de que Cristo eligió a los más humildes para confundir a los engreídos.
ResponderEliminargracias por tus palabras, querida Maura... seguiremos avanzando en esos retazos de una vida...
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