lunes, 25 de mayo de 2015

RETAZOS DE UNA VIDA. Capítulo 10: EL MANNEKEN PIS

Septiembre de 1970. El tren me había llevado desde Madrid a París. Y ahí, cambié de estación para trasladarme desde la estación de Austerlitz, en París, a la Gare de Midi, en Bruselas…  Empezaba un nuevo trayecto de este mi caminar…

La primera impresión fue algo desoladora: dejar México, con su cielo azul y la calidez de sus habitantes, y pasar a Bruselas, con un cielo grisáceo, llovizna frecuente, calles angostas y el color plomizo fruto de una ciudad nórdica, no fue lo más adecuado para despertar el entusiasmo.

Sin embargo, en los años setenta, cuando todavía no era tan fácil viajar por dos continentes y por diferentes países me entusiasmaba el reto que se me presentaba y trataba de entresacar todo el aspecto positivo de esa ciudad de la cual sólo conocía, a través de la lectura, dos hechos importantes:

El Atomium 

Por una parte, recordaba que en el año 1958 se había realizado la primera Feria Internacional en el mundo que,  entre otras obras monumentales, estrenó el famoso “Atomium”, una creación gigantesca que reproducía el átomo y por donde los visitantes podían caminar y comer en cafeterías instaladas en las burbujas del átomo. 


Por otra parte, Bruselas me traía a la mente la JOC, a su fundador belga el P. Pierre Cardijn, que tanto había influido en mi adolescencia para tomar la decisión de optar por el sacerdocio[1]. La JOC se había extendido por el mundo obrero: formé parte de ese movimiento en Barcelona, cuando trabajaba en la fábrica de autos Pegaso, y la encontré también en Sucre, en 1964. 

Manneken Pis

Sin embargo, ni el Atomium ni resabios de la JOC encontré a finales de esa década de los 70. Lo primero que vi y que más me sorprendió fue la estatuilla de un niño orinando, como ícono de Bruselas. Y allá confluían visitantes y turistas del mundo entero, entre ellos, yo con mi asombro a cuestas. Era el Manneken pis[2], emblema y distintivo de la ciudad, capital del reino de Bélgica.



La Grande Place, de noche

Y pasé de lo emblemático a lo grandioso cuando llegué a la Grande-Place,[3] que recibía a cuanto visitante pisaba sus losetas y que, después de admirar la belleza de sus edificios, ascendía por graderías de madera para llegar a las cafeterías.  No puedo negar que ahí olvidé lo que a primera vita me había dado la impresión de ciudad lúgubre o triste, y empecé a comprender que me hallaba en una de las grandes capitales europeas.







Belgas valones (de habla francesa) y belgas flamencos  (de habla casi holandesa) compartían una pequeña nación, de poco más de 30.000 kms2,  en dos regiones marcadas por un idioma y una historia diferente cada una; y en Bruselas, en la capital, se reunían ambas culturas con un parlamento y un gabinete ejecutivo compartido, dentro de una estructura política monárquica de corte parlamentario.

A nivel religioso, Bélgica había contribuido, durante el Concilio Vaticano II, a la renovación de las estructuras de la iglesia. El cardenal Suenens fue famoso por las controversias sostenidas en Roma con el ultraconservador cardenal Ottaviani. Y ésa era otra de las razones para sentirme atraído a estudiar en Bélgica: por una parte, el enfoque teológico de modernidad posconciliar que se vivía en la iglesia católica y, por otra, el nivel académico y de avanzada, que mostraba la universidad de Lovaina en la carrera de Sociología, así como en el Instituto Lumen Vitae[4] (Luz de la vida) dirigido por jesuitas, con catedráticos de Lovaina. Todo ello ofrecía una cierta garantía de que viviría una etapa de renovación pastoral.

Como ocurre tantas veces en la vida religiosa, aparecen familias bondadosas que desean colaborar con los recién llegados.

Y en mi caso, la familia de Madame Cécile Bergman, con sus tres hijos, me acogieron no sólo a mí sino a todos los latinoamericanos. Mme. Cécile nos llevó a un centro de acogida para inmigrantes judíos donde había ropa de invierno para todos los gustos y todas las medidas: abrigos, guantes, chalinas… Se trataba de sobrellevar el frío nórdico y no teníamos dinero para muchas compras. Yo recogí un abrigo negro, con sombrero y guantes negros, además de mi barba negra propiedad mía. Al día siguiente, caminaba por las calles de Bruselas como un rabino judío…

Lumen Vitae
Entre la época de las dos grandes guerras europeas y con la demanda de independencia y lucha descolonizadora en muchas naciones africanas, había nacido ese instituto internacional que recibía a becarios de África y América Latina, además de muchos estudiantes europeos. Cuando llegué, en septiembre de 1970, lo dirigía le Père Delcuve, un jesuita misionero en África  -lo que entonces era llamado Congo belga-  y que tenía una clara visión de que debíamos estudiar una teología entroncada en la vida social y política de nuestros países de origen.
Todavía no se hablaba de la teología de la liberación, pero la semilla de ese pensamiento se iba plasmando en nuestras clases y reuniones. Tuvimos como profesor invitado al gran pedagogo brasileño Paulo Freire, quien durante una semana nos hizo vibrar con la realidad de la dictadura en su país y cómo había que buscar un enfoque educativo que liberase a las grandes mayorías.
En reuniones, trabajos de grupo, stages[5] con apoyo a migrantes, se iba desarrollando lo que hoy día llamaríamos un diplomado.

Los grupos

Reunión en Taizé: mayo 1971
 Una de las grandes experiencias fue la realización de grupos de estudio y debate, conformados por una gran diversidad de nacionalidades y de grupos religiosos: yo me incorporé al stage en el que se encontraban un mexicano, dos peruanas, un inglés, un polaco y un belga.  Esa diversidad de nacionalidades y de grupos religiosos (jesuitas, maristas, benedictinos, monjas del sagrado corazón, laicos) contribuía a enriquecer el debate y nos abría los horizontes de otros países…
La comunidad de Taizé
Nacida con un sentido ecuménico, se formó al sur de Francia una comunidad de monjes luteranos, metodistas y católicos que compartían la oración, la lectura de la biblia y la vida toda: querían mostrar con su ejemplo que la palabra de Cristo puede ser realidad: “Que todos sean uno, como Tú Padre y yo somos uno” (Juan, 17: 11-22).  La Comunidad de Taizé es una comunidad monástica cristiana ecuménica, fundada en 1940 por el teólogo suizo Roger Schutz, conocido como Hermano Roger, en la localidad de Taizé, Francia.


Taizé: afeitado familiar

En la primavera de 1971 organizaron un congreso mundial de la juventud con el deseo de compartir entre monjes y visitantes la experiencia de vida. Fue un acontecimiento único y para mí una gran experiencia de amistad y fraternidad.
Desde Bruselas nos trasladamos un grupo de amigos y amigas, alquilamos carpas para dormir en los jardines del monasterio y, durante el día, asistíamos a reuniones sobre sociedad y política, además de participar en la Eucaristía concelebrada por católicos, luteranos y otras denominaciones religiosas. Cristo estaba presente en nuestros encuentros “donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estaré con ustedes” (Mateo, 18:20).  
El encuentro en Taizé significó también una apertura a la normalidad, a la oración pero también al ocio: gimnasia en las mañanas, afeitado gracias a una compañera que manejaba la cuchilla de afeitar.
Nunca en mis años mozos de seminario habría podido imaginar que una chica me afeitaría… Marie-Helène me demostró ser una experta…


Terminado el encuentro de Taizé todavía faltaba un trimestre para completar el curso en Lumen Vitae. Tres meses nomás, pero tres meses que serían decisivos en el caminar de este caminante…
  






[1] Sobre el papel de la JOC en mi vida hablé en el capítulo primero de Retazos de una vida.
[2] El  Manneken Pis (en neerlandés, “niño que mea”) es una estatua de bronce, de 61 centímetros, situada en el centro histórico de Bruselas. Representa a un niño pequeño desnudo orinando dentro del cuenco de la fuente.
[3] La plaza central de Bruselas, mundialmente conocida por su riqueza ornamental, está rodeada por las casas de los gremios, el Ayuntamiento y la Casa del Rey. Está considerada una de las más bellas plazas del mundo
[4] Creado en 1935 por la Compañía de Jesús, el Centro Internacional Lumen Vitae ofrece una formación en catequesis y pastoral adaptada al mundo de hoy.

[5] Así se llamaba al estudio de alguna materia que debía ser aplicada en barrios o en grupos sociales populares

miércoles, 20 de mayo de 2015

MONSEÑOR ROMERO, MÁRTIR DE LA LIBERACIÓN


“El corazón de El Salvador marcaba
24 de marzo y de agonía…”

Con estas palabras, el obispo de Mato Grosso, en Brasil, Pedro Casaldáliga, dedicó a monseñor Oscar Arnulfo Romero, un poema que es todo un cántico a la libertad y un homenaje a ese gran obispo salvadoreño cuya vida fue segada un 24 de marzo de 1980, “asesinado a sueldo, a dólar, a divisa…”

“Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro”, había anunciado proféticamente Monseñor Romero.

Se han cumplido 35 años de su asesinato. Y en este mes de mayo, el sábado 23, más exactamente, el papa Francisco proclamará oficialmente su santidad, aun cuando la jerarquía de la iglesia vaya a remolque del pueblo, porque el pueblo salvadoreño, según la misma afirmación  de Casaldáliga, “…ya te hizo santo; la hora de tu pueblo te consagró en el kairós, los pobres te enseñaron a leer el evangelio”.

¿Quién fue este obispo al cual el papa quiere mostrar como ejemplo  -ese es el sentido de beatificar y/o canonizar a una persona-   para nuestras vidas?   

Oscar Arnulfo Romero, un humilde sacerdote nació en el pequeño poblado de Ciudad Barrios, del departamento de San Miguel (El Salvador) un 15 de agosto de 1917 y, el 22 de febrero de 1977, fue posesionado como arzobispo de San Salvador en los momentos más críticos de la vida política, cuando el general Romero asume la presidencia después de unas elecciones fraudulentas. Ante la protesta popular, apoyada por sacerdotes y religiosas, dos semanas más tarde es asesinado el P. Rutilio Grande. 

Este crimen impactó al nuevo arzobispo. Se iniciaría así un camino de transformación y de denuncias por parte de monseñor Romero: en sus sermones desde la catedral, en programas de la radio, en conferencias internacionales. Un camino, sin embargo, que duraría apenas tres años. El poder establecido no le dio más tiempo de vida…
 
Romero captó enseguida que la iglesia católica no podía estar de parte del poder, ni de los empresarios latifundistas ni de nadie que menospreciara al campesino, al indígena, al pobre y al asalariado. Y a través de sus homilías y de su accionar comenzó la denuncia profética “Quisiera hablar sobre la dimensión política de la fe cristiana, porque la fe no nos separa del mundo, sino que nos sumerge en él; la iglesia no es un reducto separado de la ciudad, sino seguidora de aquel Jesús que vivió, trabajó, luchó y murió en medio de la ciudad, en la polis” (discurso con motivo del doctorado Honoris Causa conferido por la universidad de Lovaina, el 2 de febrero de 1980).

Eran los comienzos de ese movimiento de renovación en la iglesia que llamarían Teología de la Liberación y que tanto asusta, todavía hoy, en nuestra Bolivia, a muchos de nuestros prelados, sacerdotes, religiosas, pensando que esa teología significa una revolución armada o el abandono del evangelio.

Sin embargo, el obispo Romero afirma rotundamente que “la dimensión política de la fe no es otra cosa que la respuesta de la iglesia a las exigencias del mundo real socio-político en que vive la iglesia. Lo que hemos redescubierto es que esa exigencia es primaria para la fe y que la iglesia no puede desentenderse de ella” (ibídem, discurso en Lovaina).

Cuarenta días más tarde, este gran arzobispo homenajeado y reconocido por la universidad en Europa sería asesinado celebrando la misa. Y es que ese discurso no fue solamente una declaración momentánea pronunciado dentro de una universidad, sino que era el resumen de una serie de afirmaciones reconocidas, también, el 14 de febrero de 1978 por la universidad de Georgetown cuando le otorgó el título de Doctor Honoris Causa.

El accionar del arzobispo así como sus palabras provocó en medios militares el temor de esas denuncias públicas. El 7 de enero de 1979, monseñor Romero afirmaba en otra homilía: “Me avisaron esta semana que yo también anduviera con cuidado,  que se estaba tramando algo contra mi vida”. Ante esa denuncia del arzobispo, el presidente de la república le ofreció un vehículo blindado y varios guardaespaldas, si él lo solicitaba, a lo cual respondió: “Yo no busco nunca mis ventajas personales, sino que busco el bien de mi pueblo. Quiero decirle, también (al presidente) que antes de mi seguridad personal, yo quisiera seguridad y tranquilidad para 108 familias y desaparecidos, para todos los que sufren”.

En medio de estas denuncias contra las injusticias se iban sucediendo muertes de campesinos y asesinatos de sacerdotes: el padre Ernesto Barrera (noviembre, 1978), el padre Alirio Napoleón Masías (agosto, 1979), así como la muerte de cuatro dirigentes de organizaciones populares en el mes de septiembre de 1979.

La oligarquía terrateniente y los grandes empresarios no estaban dispuestos a apoyar cambios en el país y prepararon un golpe: “naturalmente que cuando la derecha siente que le tocan sus privilegios económicos, moverá cielo y tierra para mantener su ídolo dinero”.


Todo este conjunto de denuncias, de apoyo a los campesinos y organizaciones populares fue preparando la muerte de monseñor Romero. El 17 de marzo de 1980 fueron asesinadas 60 personas en San Salvador y otras zonas del país. Seis días más tarde, el 23 de marzo, pronunció su última homilía:

Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ¡No matar! Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios…En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.


El 24 de marzo, mientras celebraba la misa en la capilla del hospital, un francotirador le hirió de muerte. Un solo disparo y monseñor Romero cayó sangrando sobre el altar. El entierro fue multitudinario. Y la represión contra el pueblo fue más atroz todavía. La jerarquía eclesiástica dejó de hablar de Romero porque no valoraron su actitud ni sus palabras. Se intentó cubrir con el silencio la valentía y el compromiso religioso y político del arzobispo.

El obispo Casaldáliga fue contundente:
Pobre pastor glorioso,
abandonado
por tus propios hermanos de báculo y de Mesa…!
(las curias no podían entenderte;
ninguna sinagoga bien montada puede entender bien a Cristo).

América Latina te ha puesto en la gloria de Bernini,
en la espuma, aureola de sus mares,
en el retablo antiguo de los Andes,
en el dosel airado de todas sus florestas,
en la canción de todos sus caminos,
en el calvario nuevo de todas sus prisiones
                                 de todas sus trincheras,
                                 de todos sus altares…
¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!


San Romero de América, pastor y mártir nuestro:
nadie
         hará callar
                         tu última homilía!”.





viernes, 1 de mayo de 2015

Y DESPUÉS DE SEIS AÑOS…


21 de junio de 1970. Esa fecha había de marcar un quiebre en mi vida, un antes y un después… La selección de fútbol de Brasil jugaba contra Italia la final de la copa mundial de futbol, en el estadio Azteca de México, D.F.

Clausura JJ.OO. 1968
Anteriormente, en 1968, había asistido a la clausura de los juegos olímpicos en el D.F. pero esta vez, dos años después, no estaría en la clausura del mundial de fútbol.







Mientras los mexicanos se aprestaban a ver el esperado encuentro entre Brasil e Italia, yo volaba hacia el aeropuerto de Londres, como una breve etapa previa a Barcelona para desde ahí, después de unas vacaciones con mis padres, dirigirme a Bruselas. Se terminaban cuatro años de estadía en México. 


En ellos había llegado al sacerdocio, parecía que ya era lo último a lo que podía aspirar. Sin embargo,  sentía que me faltaba culminar algo más mi formación.

En esos cuatro años  -y hasta los años 80- se había empezado a vivir algunos cambios dentro de la Iglesia, como resultado del Concilio Vaticano II. Pero todo cambio de estructuras, toda renovación social, suelen ser lentos, y dentro de la iglesia católica, con un pasado histórico de dos mil años, todo era demasiado lento, mientras que el mundo avanzaba a la velocidad del jet que me trasladaba al viejo continente.



Sentado en la comodidad del avión (iba casi vacío pues poca gente quería salir de México el mismo día de la final de un mundial, con Pelé como estrella) pensaba en mi examen de “ad audiendas”. Para ser sacerdote había que estar en condiciones de escuchar (de ahí la expresión en latín “ad audiendas”) confesiones y para ello, se estudiaba teología moral, con toda la casuística que ello implicaba.


Dentro de la Compañía de Jesús, el examen final del curso de moral, se realizaba en forma oral, ante un tribunal compuesto por tres teólogos jesuitas y abierto al público. Cada uno de los examinadores simulaba ser un o una fiel más que se confesaba ante el estudiante para valorar las respuestas y los consejos que daría el día de mañana ese futuro “confesor” sometido en ese momento al examen.

Me acuerdo de un compañero mexicano muy inteligente, gran teórico, al que todos los compañeros admirábamos por sus conocimientos, que se presentó ante el tribunal. Dada la expectativa que despertaba la “confesión pública” ante uno de los mejores estudiantes, muchos compañeros llenamos el aula. El examen solía durar alrededor de una hora. Uno de los examinadores, sacerdote ya de edad, envuelto en su negra sotana, simulaba la confesión de una bailarina:

-       -  Padre, quiero pedir perdón por la vida ligera que llevo.

-     - Hija mía (los que estábamos como público tuvimos que contener la risa, al imaginarnos a ese venerable jesuita de vida ligera). Y ¿cuál es su pecado?      

-   -Verá, padre, yo actúo bailando en un programa de televisión, y salgo ante las cámaras con muy poquita ropa…

-   - Y dígame  (aquí el novel estudiante no sabía ya cómo continuar) ¿a qué hora actúa usted…?

¡Ahí terminó el examen que debía haber durado una hora! La falta de prudencia en la pregunta le significó a nuestro compañero repetir el examen meses más tarde… Los profesores eran inflexibles no tan sólo al valorar el conocimiento de la materia, sino al momento de medir la prudencia en el diálogo que se aplicaría cuando confesáramos de verdad…  ¡Una pregunta así, de realizarse en el momento de una confesión, podría considerarse como una insinuación para querer ver a la vedette!


La teología moral, sobre todo en el aspecto referido a la vida sexual, cuando además el Papa Pablo VI acababa de publicar, el 25 de julio de 1968, la encíclica Humanae Vitae (“De la vida humana”, en latín) era la materia más compleja[1]. ¿Se podía aplicar el control de natalidad, fuera de los métodos naturales?


A mí tampoco me fue de maravilla en el examen “ad audiendas”. En el tribunal había dos profesores de teología moral. Uno de ellos, ya en edad de jubilarse, defensor a ultranza de la teología tridentina, y otro recién llegado al seminario, tenía una visión más abierta. Justamente me correspondió “confesar” a una señora, representada por el jesuita mayor, que me decía tener tres hijos y, dada su situación económica, no podía mantener a más:

-       - ¿Qué hago, padre?  -me lanzó la pregunta con una mirada angustiosa-

Pablo VI
-      -  A ver, señora  -yo todo respetuoso ante el examinador más anciano-  ¿usted ha conversado con su esposo y los dos piensan que nos les conviene tener más hijos?  -mientras hacía otras preguntas para que pasaran los minutos, de reojo miraba al examinador más joven para tratar de captar alguna reacción en él… 

-   - Si, padre, lo hemos conversado entre nosotros dos y no podríamos atender y educar bien más hijos  - Sentí que algo se tambaleaba delante de mí y llegó el momento de mi consejo; tenía que decidir entre una respuesta acorde a los cambios en la teología o mantenerme en la tradición-

-   - Mire, señora, si ustedes dos, en su conciencia consideran ante el Señor que han de buscar alguna forma de evitar más hijos…


Ahí terminó también mi examen. ¡Reprobado! Y es que la opinión del profesor decano pesaba más en el jurado que la del joven docente. Tenía que seguir estudiando como otros más, para repetir el examen…

La carta del papa Pablo VI había sido tajante, demasiado categórica; y sin pretenderlo, levantó división de opiniones entre los mismos teólogos. ¿Dónde quedaba la conciencia de los católicos si todo tenían que hacerlo por obediencia? Aquí empezaban las discusiones, según el criterio más o menos amplio de los teólogos[2].

Pero no se trataba tan sólo de la moral, toda la teología debía ser reenfocada a partir de los decretos y constituciones promulgadas por el Concilio.

Anteriormente, el papa Juan XXIII había lanzado el mensaje: hay que abrir las ventanas de la iglesia para que entre el aire del mundo. El aggiornamiento (la puesta aldía) era una necesidad en la actuación de la Iglesia: el retorno a las fuentes bíblicas, la liturgia…, todo ello era un desafío para la iglesia y, dentro de ella, para los jesuitas.

Por eso, al terminar los estudios de teología en México solicité una beca para completar un año más de especialización (hoy diríamos un diplomado) en teología, pero esta vez en un país europeo que consideraba más avanzado en estudios teológicos. En Bruselas, Bélgica, existía un instituto de jesuitas “Lumen Vitae” (“Luz de la vida”, en latín), dependiente de la universidad de Lovaina. No quería volver a Bolivia para el trabajo pastoral sin antes haber asentado mejor mi base teológica.

Así, aquel 21 de junio de 1970, a bordo de British Airways, dejaba México, con mi corazón un poco roto por tener que alejarme de amistades tan entrañables. En el aeropuerto mexicano me despedí, guitarra en mano y con un hermoso sombrero de charro, de quienes se acercaron hasta el Peñón de los Baños. Envuelto en esos pensamientos sobre lo incierto del futuro, me dirigía hacia la vieja Europa con la incógnita de lo que me esperaría en Bélgica.
 
Y la primera diferencia que encontré fue que la familia había crecido: mis hermanos ya casados y el mayor de ellos con dos hijas y un niño. Por parte de mi hermano menor, la primera de las niñas ya estaba en camino. Después del reencuentro con la familia, En el mes de agosto de 1970 me dirigí a Paris, para practicar francés y, en septiembre, hice mi llegada al Instituto Lumen Vitae donde viviría y estudiaría hasta mi retorno a Bolivia.


  




[1] Esta encíclica subraya que el matrimonio cristiano es válido sólo bajo los fundamentos de la unión, el amor, la fidelidad y la fecundidad. Por ello, el acto conyugal no puede separar los dos principios que lo rigen: el unitivo y el procreativo. De esta forma, la Iglesia católica opone a todo tipo de anticoncepción, sea cual sea su naturaleza. Aun así, cuando existen serios motivos, la encíclica propone como lícito el uso de los métodos naturales para espaciar temporalmente los nacimientos, limitando las relaciones conyugales a los períodos naturales de infertilidad de la esposa.
[2] Las enseñanzas de la encíclica fueron rechazadas abiertamente por algunos grupos de católicos. De hecho, dos días después de su promulgación, un grupo de teólogos, liderado por el sacerdote Charles Curran, publicaron una declaración que decía que la conciencia individual de cada católico debía de prevalecer en un dilema tan personal.