miércoles, 20 de mayo de 2015

MONSEÑOR ROMERO, MÁRTIR DE LA LIBERACIÓN


“El corazón de El Salvador marcaba
24 de marzo y de agonía…”

Con estas palabras, el obispo de Mato Grosso, en Brasil, Pedro Casaldáliga, dedicó a monseñor Oscar Arnulfo Romero, un poema que es todo un cántico a la libertad y un homenaje a ese gran obispo salvadoreño cuya vida fue segada un 24 de marzo de 1980, “asesinado a sueldo, a dólar, a divisa…”

“Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro”, había anunciado proféticamente Monseñor Romero.

Se han cumplido 35 años de su asesinato. Y en este mes de mayo, el sábado 23, más exactamente, el papa Francisco proclamará oficialmente su santidad, aun cuando la jerarquía de la iglesia vaya a remolque del pueblo, porque el pueblo salvadoreño, según la misma afirmación  de Casaldáliga, “…ya te hizo santo; la hora de tu pueblo te consagró en el kairós, los pobres te enseñaron a leer el evangelio”.

¿Quién fue este obispo al cual el papa quiere mostrar como ejemplo  -ese es el sentido de beatificar y/o canonizar a una persona-   para nuestras vidas?   

Oscar Arnulfo Romero, un humilde sacerdote nació en el pequeño poblado de Ciudad Barrios, del departamento de San Miguel (El Salvador) un 15 de agosto de 1917 y, el 22 de febrero de 1977, fue posesionado como arzobispo de San Salvador en los momentos más críticos de la vida política, cuando el general Romero asume la presidencia después de unas elecciones fraudulentas. Ante la protesta popular, apoyada por sacerdotes y religiosas, dos semanas más tarde es asesinado el P. Rutilio Grande. 

Este crimen impactó al nuevo arzobispo. Se iniciaría así un camino de transformación y de denuncias por parte de monseñor Romero: en sus sermones desde la catedral, en programas de la radio, en conferencias internacionales. Un camino, sin embargo, que duraría apenas tres años. El poder establecido no le dio más tiempo de vida…
 
Romero captó enseguida que la iglesia católica no podía estar de parte del poder, ni de los empresarios latifundistas ni de nadie que menospreciara al campesino, al indígena, al pobre y al asalariado. Y a través de sus homilías y de su accionar comenzó la denuncia profética “Quisiera hablar sobre la dimensión política de la fe cristiana, porque la fe no nos separa del mundo, sino que nos sumerge en él; la iglesia no es un reducto separado de la ciudad, sino seguidora de aquel Jesús que vivió, trabajó, luchó y murió en medio de la ciudad, en la polis” (discurso con motivo del doctorado Honoris Causa conferido por la universidad de Lovaina, el 2 de febrero de 1980).

Eran los comienzos de ese movimiento de renovación en la iglesia que llamarían Teología de la Liberación y que tanto asusta, todavía hoy, en nuestra Bolivia, a muchos de nuestros prelados, sacerdotes, religiosas, pensando que esa teología significa una revolución armada o el abandono del evangelio.

Sin embargo, el obispo Romero afirma rotundamente que “la dimensión política de la fe no es otra cosa que la respuesta de la iglesia a las exigencias del mundo real socio-político en que vive la iglesia. Lo que hemos redescubierto es que esa exigencia es primaria para la fe y que la iglesia no puede desentenderse de ella” (ibídem, discurso en Lovaina).

Cuarenta días más tarde, este gran arzobispo homenajeado y reconocido por la universidad en Europa sería asesinado celebrando la misa. Y es que ese discurso no fue solamente una declaración momentánea pronunciado dentro de una universidad, sino que era el resumen de una serie de afirmaciones reconocidas, también, el 14 de febrero de 1978 por la universidad de Georgetown cuando le otorgó el título de Doctor Honoris Causa.

El accionar del arzobispo así como sus palabras provocó en medios militares el temor de esas denuncias públicas. El 7 de enero de 1979, monseñor Romero afirmaba en otra homilía: “Me avisaron esta semana que yo también anduviera con cuidado,  que se estaba tramando algo contra mi vida”. Ante esa denuncia del arzobispo, el presidente de la república le ofreció un vehículo blindado y varios guardaespaldas, si él lo solicitaba, a lo cual respondió: “Yo no busco nunca mis ventajas personales, sino que busco el bien de mi pueblo. Quiero decirle, también (al presidente) que antes de mi seguridad personal, yo quisiera seguridad y tranquilidad para 108 familias y desaparecidos, para todos los que sufren”.

En medio de estas denuncias contra las injusticias se iban sucediendo muertes de campesinos y asesinatos de sacerdotes: el padre Ernesto Barrera (noviembre, 1978), el padre Alirio Napoleón Masías (agosto, 1979), así como la muerte de cuatro dirigentes de organizaciones populares en el mes de septiembre de 1979.

La oligarquía terrateniente y los grandes empresarios no estaban dispuestos a apoyar cambios en el país y prepararon un golpe: “naturalmente que cuando la derecha siente que le tocan sus privilegios económicos, moverá cielo y tierra para mantener su ídolo dinero”.


Todo este conjunto de denuncias, de apoyo a los campesinos y organizaciones populares fue preparando la muerte de monseñor Romero. El 17 de marzo de 1980 fueron asesinadas 60 personas en San Salvador y otras zonas del país. Seis días más tarde, el 23 de marzo, pronunció su última homilía:

Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ¡No matar! Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios…En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.


El 24 de marzo, mientras celebraba la misa en la capilla del hospital, un francotirador le hirió de muerte. Un solo disparo y monseñor Romero cayó sangrando sobre el altar. El entierro fue multitudinario. Y la represión contra el pueblo fue más atroz todavía. La jerarquía eclesiástica dejó de hablar de Romero porque no valoraron su actitud ni sus palabras. Se intentó cubrir con el silencio la valentía y el compromiso religioso y político del arzobispo.

El obispo Casaldáliga fue contundente:
Pobre pastor glorioso,
abandonado
por tus propios hermanos de báculo y de Mesa…!
(las curias no podían entenderte;
ninguna sinagoga bien montada puede entender bien a Cristo).

América Latina te ha puesto en la gloria de Bernini,
en la espuma, aureola de sus mares,
en el retablo antiguo de los Andes,
en el dosel airado de todas sus florestas,
en la canción de todos sus caminos,
en el calvario nuevo de todas sus prisiones
                                 de todas sus trincheras,
                                 de todos sus altares…
¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!


San Romero de América, pastor y mártir nuestro:
nadie
         hará callar
                         tu última homilía!”.





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