21 de junio de 1970. Esa fecha había de marcar un quiebre en mi vida, un
antes y un después… La selección de fútbol de Brasil jugaba contra Italia la
final de la copa mundial de futbol, en el estadio Azteca de México, D.F.
Clausura JJ.OO. 1968 |
Mientras los mexicanos se aprestaban a ver el esperado encuentro entre
Brasil e Italia, yo volaba hacia el aeropuerto de Londres, como una breve etapa
previa a Barcelona para desde ahí, después de unas vacaciones con mis padres,
dirigirme a Bruselas. Se terminaban cuatro años de estadía en México.
En ellos había llegado al sacerdocio, parecía que ya era lo último a lo que podía aspirar. Sin embargo, sentía que me faltaba culminar algo más mi formación.
Sentado en la comodidad del avión (iba casi vacío pues poca gente quería salir de México el mismo día de la final de un mundial, con Pelé como estrella) pensaba en mi examen de “ad audiendas”. Para ser sacerdote había que estar en condiciones de escuchar (de ahí la expresión en latín “ad audiendas”) confesiones y para ello, se estudiaba teología moral, con toda la casuística que ello implicaba.
Dentro de la Compañía de Jesús, el examen final del curso de moral, se
realizaba en forma oral, ante un tribunal compuesto por tres teólogos jesuitas
y abierto al público. Cada uno de los examinadores simulaba ser un o una fiel
más que se confesaba ante el estudiante para valorar las respuestas y los
consejos que daría el día de mañana ese futuro “confesor” sometido en ese
momento al examen.
Me acuerdo de un compañero mexicano muy inteligente, gran teórico, al que
todos los compañeros admirábamos por sus conocimientos, que se presentó ante el
tribunal. Dada la expectativa que despertaba la “confesión pública” ante uno de
los mejores estudiantes, muchos compañeros llenamos el aula. El examen solía
durar alrededor de una hora. Uno de los examinadores, sacerdote ya de edad,
envuelto en su negra sotana, simulaba la confesión de una bailarina:
- - Padre,
quiero pedir perdón por la vida ligera que llevo.
- - Hija
mía (los que estábamos como
público tuvimos que contener la risa, al imaginarnos a ese venerable jesuita de
vida ligera). Y ¿cuál es su pecado?
- -Verá,
padre, yo actúo bailando en un programa de televisión, y salgo ante las cámaras
con muy poquita ropa…
- - Y
dígame (aquí el novel estudiante no sabía ya cómo continuar) ¿a qué hora actúa usted…?
¡Ahí terminó el examen que debía haber durado una hora! La falta de
prudencia en la pregunta le significó a nuestro compañero repetir el examen
meses más tarde… Los profesores eran inflexibles no tan sólo al valorar el
conocimiento de la materia, sino al momento de medir la prudencia en el diálogo
que se aplicaría cuando confesáramos de verdad…
¡Una pregunta así, de realizarse en el momento de una confesión, podría
considerarse como una insinuación para querer ver a la vedette!
La teología moral, sobre todo en el aspecto referido a la vida sexual,
cuando además el Papa Pablo VI acababa de publicar, el 25 de julio de 1968, la
encíclica Humanae Vitae (“De la vida humana”, en latín) era la materia más compleja[1]. ¿Se
podía aplicar el control de natalidad, fuera de los métodos naturales?
A mí tampoco me fue de maravilla en el examen “ad audiendas”. En el
tribunal había dos profesores de teología moral. Uno de ellos, ya en edad de
jubilarse, defensor a ultranza de la teología tridentina, y otro recién llegado
al seminario, tenía una visión más abierta. Justamente me correspondió
“confesar” a una señora, representada por el jesuita mayor, que me decía tener
tres hijos y, dada su situación económica, no podía mantener a más:
- - ¿Qué
hago, padre? -me lanzó la pregunta con una mirada
angustiosa-
Pablo VI |
- - A ver,
señora -yo todo respetuoso ante el examinador más
anciano- ¿usted ha conversado con su esposo y los dos piensan que nos les
conviene tener más hijos? -mientras
hacía otras preguntas para que pasaran los minutos, de reojo miraba al
examinador más joven para tratar de captar alguna reacción en él…
- - Si,
padre, lo hemos conversado entre nosotros dos y no podríamos atender y educar
bien más hijos - Sentí que algo se tambaleaba delante de mí y llegó el
momento de mi consejo; tenía que decidir entre una respuesta acorde a los
cambios en la teología o mantenerme en la tradición-
- - Mire,
señora, si ustedes dos, en su conciencia consideran ante el Señor que han de
buscar alguna forma de evitar más hijos…
Ahí terminó también mi examen. ¡Reprobado! Y es que la opinión del profesor
decano pesaba más en el jurado que la del joven docente. Tenía que seguir
estudiando como otros más, para repetir el examen…
La carta del papa Pablo VI había sido tajante, demasiado categórica; y sin
pretenderlo, levantó división de opiniones entre los mismos teólogos. ¿Dónde
quedaba la conciencia de los católicos si todo tenían que hacerlo por
obediencia? Aquí empezaban las discusiones, según el criterio más o menos
amplio de los teólogos[2].
Pero no se trataba tan sólo de la moral, toda la teología debía ser
reenfocada a partir de los decretos y constituciones promulgadas por el
Concilio.
Por eso, al terminar los estudios de teología en México solicité una beca
para completar un año más de especialización (hoy diríamos un diplomado) en
teología, pero esta vez en un país europeo que consideraba más avanzado en
estudios teológicos. En Bruselas, Bélgica, existía un instituto de jesuitas
“Lumen Vitae” (“Luz de la vida”, en latín), dependiente de la universidad de
Lovaina. No quería volver a Bolivia para el trabajo pastoral sin antes haber
asentado mejor mi base teológica.
Así, aquel 21 de junio de 1970, a bordo de British Airways, dejaba México,
con mi corazón un poco roto por tener que alejarme de amistades tan
entrañables. En el aeropuerto mexicano me despedí, guitarra en mano y con un
hermoso sombrero de charro, de quienes se acercaron hasta el Peñón de los
Baños. Envuelto en esos pensamientos sobre lo incierto del futuro, me dirigía
hacia la vieja Europa con la incógnita de lo que me esperaría en Bélgica.
[1]
Esta encíclica subraya que el matrimonio cristiano es válido
sólo bajo los fundamentos de la unión, el amor, la fidelidad y la fecundidad.
Por ello, el acto conyugal no puede separar los dos principios que lo rigen: el
unitivo y el procreativo. De esta forma, la Iglesia
católica opone a todo tipo de anticoncepción, sea cual sea su
naturaleza. Aun así, cuando existen serios motivos, la encíclica propone como
lícito el uso de los métodos naturales para espaciar temporalmente los
nacimientos, limitando las relaciones conyugales a los períodos naturales de
infertilidad de la esposa.
[2]
Las enseñanzas de la encíclica fueron rechazadas abiertamente
por algunos grupos de católicos. De hecho, dos días después de su promulgación,
un grupo de teólogos, liderado por el sacerdote Charles Curran, publicaron una declaración que decía que la conciencia
individual de cada católico debía de prevalecer en un dilema tan personal.
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