RETAZOS DE UNA VIDA
I.
LA PRIMERA INFANCIA
De mi infancia pocos recuerdos guardo
y los que se agolpan a mi mente me llegan en desorden, sin una claridad cronológica.
Sé que el 19 de enero de 1935 dos
ciudadanos de Murcia, Teresa y Francisco, encaminaron sus pasos hacia la
iglesia parroquial de San Antolín y en ella contrajeron matrimonio. Ellos
serían mis padres. Pero mi pasado histórico casi ahí termina pues nunca conocí
a mis abuelos paternos y traté muy poco con los maternos.
Parece que en aquellos tiempos -o en la región murciana- no se hablaba mucho de la guerra civil que
envolvería a España durante tres años. ¿Murieron de muerte natural mis abuelos
paternos? ¿Fueron asesinados durante aquella contienda que enfrentó a los
españoles republicanos en contra de los sublevados llamados nacionalistas? El
hecho es que ni siquiera aparece el nombre de ellos en la participación matrimonial.
Por parte de mi padre, es su hermana, María (una tía que sería para nosotros
desde el nacimiento como una abuela) quien invita a la celebración del
matrimonio. Por parte de mi madre, fueron sus padres, José y Rosa, quienes
publicaron la convocatoria.
Sé que cinco años más tarde, un 29 de
enero de 1940, llegué a este mundo, en un barrio clásico de la Barcelona
antigua, en Sants, en la calle Sant Medir, y deduzco que ahí estuve los primeros
años de mi vida, aunque no recuerdo qué hice en aquella primera etapa.
Lo que sí puedo afirmar (y supongo que eso influyó en el olvido de algunos
momentos que pudieran haber sido algo importantes) es que provengo de una
familia murciana, que migró como otros miles y miles a Barcelona al acabar la
guerra civil y que, por lo mismo, nunca recibí una influencia ni del idioma
(mis padres apenas llegaron a decir en catalán más que “bon día”…) ni de las costumbres catalanas…
Mi padre era guardia civil y durante
la guerra lo destinaron a Barcelona, con lo cual después de un tiempo,
aparecimos viviendo toda la familia en un cuartel de la guardia civil. A mí no
me desagradaba eso de vivir a toque de corneta militar: nos despertaban al
toque de diana y nos íbamos a dormir cuando sonaba también la corneta con el
toque de queda. Cada familia recibía un pequeño apartamento dentro del cuartel,
y ahí vivíamos mis padres, mi hermano mayor (que también había nacido en
Murcia) y yo. Dentro del cuartel había una sección, la intendencia, (el
economato, se llamaba) donde se conseguía lo indispensable para vivir, dado que
en aquel tiempo de posguerra había mucha carestía. Supongo que a las familias
de los militares se les facilitaba la compra de pan, arroz y otros alimentos.
De pequeño me afectó una bronquitis intensa
y duradera. Cada día, durante varios meses, me ponían una inyección y ya mi
cuerpo estaba como regadora, casi todo perforado, hasta que a un médico más
sensato se le ocurrió que me haría bien un cambio de aires, vivir en otro ambiente
más seco. Murcia, lugar de origen de mis padres, donde vivían dos tías de mi
madre (las chachas, les decíamos) se presentaba en el horizonte, como una
región más seca y en donde podría vivir sin tener gastos de alquiler ni de
alimentación; mis tías no habían tenido hijos y estaban felices de recibirme en
su casa…
Sin embargo, en un viaje por tren, en
aquel tiempo de locomotoras impulsadas con carbón, el cansancio era muy fuerte; podía ser
peligroso para mis accesos de tos. La solución fue el barco: un viaje de dos (¿o
tres?) días en barco, por el mar Mediterráneo resultaba más suave. ¿Sería aquel viaje de la infancia un preludio de
lo que significaría veinte años más tarde mi viaje, no sólo por el Mediterráneo sino
cruzando el Atlántico para llegar a Sudamérica?
Y ahí me fui en compañía de la tía,
hermana de mi padre (la tita María), que viviría siempre con nosotros y se
convertiría en el hada madrina de mi hermano y mía. Al primer día de navegación
se me pasó la tos. Se acabó sin avisar, tal y como había llegado… y con esas
travesuras propias de los niños, lancé por la borda todos los medicamentos al
mar… ¡No iba a necesitarlos más! En
aquellos tiempos no se hablaba de la protección del mar y con mi gesto espontáneo tal vez algún pez se
sanó al tragarse mis jarabes.
Y no sólo tiré las medicinas, también
hice lo mismo con la gorra de un marinero que se había hecho amigo nuestro. Y
vaya por dónde, la forma de agradecer la amistad, allá en mi tierna infancia,
fue agarrar su gorra, jugar con ella y luego… ¡zás!, a ver si la pillas… ¡Se la
tragó el mar! Nunca pude saber si el marinerito habría sido sancionado por no
estar completo su uniforme, pero en el candor de la infancia me reí e incluso
él -no tiene importancia, señora, le
dijo a mi tía- reaccionó sonriendo un poco.
El barco nos dejó en Cartagena, el puerto
de la región murciana, y desde ahí en tren a Murcia capital, donde nos
esperaban dos viejitas de edad indefinible, siempre vestidas de negro, viudas
ambas, sin hijos, que se convertirían en mis ángeles guardianes.
De
aquella época -¿tendría yo seis o siete
años?- recuerdo muchos momentos
hermosos, experiencias únicas, en una ciudad que más parecía un pueblo. Ahí vi
por vez primera las tartanas, unos carretones tirados por caballos, que hacían las
veces de taxis o transporte público.
(Ejemplos de tartanas,
de los años 1940…)
Buen día mi Lic. Yo encantada de leerte, comentarte que casi me paso en el trufi que iba rumbo al colegio :) ya era tiempo que nos escribas y cuentes de ti. Seguiré atenta a la continuación... un abrazo Pepe. Con mucho cariño.
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