sábado, 21 de febrero de 2015

Cap. 3: Pienso, luego existo…

Si el estudio del latín y griego ayudaba -según nos decían los superiores- a formar  la cabeza, con la siguiente etapa de tres años dedicados a la filosofía, se supone que terminaríamos con un cerebro ultra-perfeccionado…

Por eso, entre los años 1961 – 1964, nos trasladaron desde el lejano pueblito de Raymat (en la provincia de Lleida) a otro pueblo (San Cugat del Vallés) más cercano y próximo a la ciudad de Barcelona, donde se encontraba un inmenso Centro para filosofía ye teología.

Por una parte, había expectativa entre los estudiantes pues veíamos que nos acercábamos más hacia el ideal: el sacerdocio[1]; pero por otra, nos sobrecogía también el temor de los desconocido, especialmente para mí que me preguntaba cómo haría para estudiar en latín todos esos años…

Cursos de epistemología, metafísica, teodicea, ética, psicología racional, y otras más, eran un menú algo indigesto cuando se piensa que, además de estudiar y aprender en latín, la filosofía era escolástica, es decir: nos remontábamos a la edad Media...  Nunca, en el tiempo que trabajé como mecánico, supe lo que era un silogismo. Ahora estaba envuelto en ellos: la mayor (“los hombres son mortales”) abarcaba a la menor, que se incluía en la anterior (“es así que Sócrates es hombre”), y las dos juntas nos daban la conclusión (“luego  -en latín sonaba más concluyente-  ergo Sócrates es mortal”)[2].     

El átomo de Bohr y el aprendizaje de la lengua inglesa

Físico danés Niels Böhr

Si los silogismos y la escolástica parecían como extraídos de un pasado, las clases de física me produjeron el mayor de los escepticismos. No dejaba de preguntarme para qué me habría de servir el estudio del físico danés Niels Böhr (Premio Nobel de Física, en 1922, y uno de los más grandes investigadores científicos de nuestro tiempo, según el mismo Einstein), investigación que realizó sobre el átomo ni el estudio de la Física Cuántica, elaborada a su vez por Max Plank…



Y me surgía la inquietud: ¿Cómo se compaginaba todo eso con el deseo de trabajar como misionero al llegar a Bolivia?

La primera utilidad que encontré a las clases de física fue el estudio de inglés. Es decir, muy pocos compañeros seguíamos con atención las clases dictadas por un insigne docente jesuita y físico también: unos se dedicaban a la literatura, otros a la redacción de poesías y unos pocos, ¡muy pocos!, seguían en la pizarra las fórmulas que escribía el físico jesuita; personalmente opté por ir al aula con el método de idiomas Assimil y así, durante cincuenta minutos, repasaba las clases.

El problema se me presentaría a la hora de dar el examen de física  -que por suerte era escrito y en castellano-  y teniendo en cuenta que tenía que aprobar mi examen final[3] de filosofía para viajar a Bolivia, me decidí por la solución más simple: ¡copiar! El día del examen final de física fui al curso con mi libro, lo extendí sobre mi pupitre para que fuera un “copie legal”, no a hurtadillas, y entregué mis respuestas. Había aprobado el curso de física. Luego me faltaría el resto de materias…


Y llegan los indios

La etapa de estudios de filosofía, en San Cugat, sirvió también para abrirme horizontes y conocer otras realidades:

A nivel local, por ejemplo, los domingos íbamos a diferentes barriadas populares de pueblos vecinos que, producto de la inmigración[4], ahora son ciudades modernas. Los domingos iba a un barrio de Sabadell en donde se celebraba la misa, ayudábamos en la catequesis y un compañero nuestro invitaba a su hermano, un abogado laboralista, que orientaba a los obreros en la demanda de sus derechos. Los reclamos y las voces antifranquistas se dejaban oír aunque con el temorcillo que produce saber que la guardia civil u otro tipo de policías podían enterarse de lo que hacíamos…

Por otra parte, entre los estudiantes se produjo también un encuentro con otras culturas, especialmente con la de un grupo de jesuitas indios que llegaban a Barcelona para estudiar filosofía.

Joe Saldanha


Ellos, con su mística de religiosos católicos combinada con el pacifismo de Gandhi, traían un aire más esperanzador (no se imaginaban sin embargo cómo sufrirían con el frío, acostumbrados al cálido clima de Bombay…).


Oscar Rozario
Oscar Rozario, que llegaba desde Bombay para realizar los estudios de filosofía, así como Joe Saldanha[5], Alfonso Sequeira, Lionel Fernándes, Héctor Mascarenhas y otros jesuitas más, me abrieron los horizontes de apostolado. Como resultado del idealismo y de la amistad con los indios, solicité a mis superiores ir como misionero a la India. Mi camino, sin embargo había de ser otro…




No faltaban en aquel centro de estudios algunos jesuitas de Estados Unidos, de África y,sobre todo, catalanes que habían viajado anteriormente a Bolivia y regresaban para estudiar teología y terminar así su formación sacerdotal. Nombres como José Gramunt, Xavier Albó, Claudio Pou[6] nos mostraron la importancia de Bolivia y nos animaban a un grupo de jesuitas estudiantes a venir a este país… Ellos marcarían también mi vida…  

Y así, entre estudios interesantes, unos; desconcertantes, otros; fui viviendo también el cambio que se habría de producir en la iglesia católica desde que, en junio de 1959, el Papa Juan XXIII había convocado al Concilio Vaticano II con la consigna de abrir las puertas de la iglesia al mundo  -el aggiornamento-  y desde que, poco tiempo después, en 1965, los jesuitas elegirían a un superior general vasco, Pedro Arrupe que inculcó en la Compañía el compromiso social unido a una fe transformadora…

Destino, Bolivia

Así, después de tres años de estudiar filosofía, después de defender mi examen final (no sin algún contratiempo) recibí con gran alegría mi siguiente destino: el 24 de junio, festividad de Sant Joan, muy celebrada en Catalunya con la coca y el cava[7], me dirigí hacia el puerto de Barcelona. En la víspera, mi padre me sentenció: “hijo, nos jodiste la verbena”…  Y es que en Catalunya las familias se reúnen el 23 de junio por la noche para encender fogatas, tirar petardos y comer la tradicional torta. Parece que mis padres no estuvieron de humor para esa celebración sabiendo que al día siguiente me despedirían en el puerto…

Y realmente, aquel 24, festividad de San Juan, sin saber bien qué nos esperaba, pero con la ilusión del joven misionero, partimos los tres compañeros  -Eduardo Cabanach, Ramón Alaix y yo-   envueltos en nuestras negras sotanas y con la tonsura marcada en la cabeza, como signo de consagración al Señor… y para identificarnos fácilmente en caso de que alguno se despistara…

Un pequeño contratiempo

Había mencionado “cierto contratiempo” y no quiero pasarlo por alto puesto que también marcaría a la larga alguna de mis decisiones.

Un primer y no pequeño contratiempo era el famoso examen final de filosofía que, si no lo aprobaba, no podría ir a Bolivia. Y yo llegaba a ese examen un poco “tocado” porque meses antes se me había ocurrido grabar una clase del profesor más aburrido y anticuado que teníamos.

Grabarla fue toda una odisea pues no existían las actuales reporteras, sino que tan sólo disponía de una grabadora italiana “Geloso”, de carrete, conectada a la corriente y con micrófono no incorporado... Al fin, conseguí la grabación. Me sentía triunfador. Inmediatamente llevé al Rector la cinta para que la escuchara y, tal vez, lograra que el aburrido y repetitivo docente fuese retirado de la docencia…

Ingenua inocencia la mía  -que se repetiría más de una vez en mi vida-  porque lo único que conseguí fue que el aburrido profesor  se enterase de mi acción “rebelde”  -parece que las paredes de los seminarios y conventos en general son muy frágiles…-  y me esperase el día del examen final con cara de pocos amigos… Para ese momento, yo daba ya por seguro que no aprobaría, que me quedaría en Barcelona, que…, pero ¡no!, aprobé y obtuve la licenciatura en filosofía y letras…  ¡El viaje a Bolivia estaba asegurado!





[1] En el Centro de estudios de San Cugat se estudiaba dos carreras: tres años de filosofía, la primera, y cuatro de teología; al final de la segunda etapa se recibía la ordenación sacerdotal.
[2] Se llama «Escolástica» a la filosofía y la teología que se enseñó durante el período de la Edad Media y alcanza su pleno desarrollo formal con la llegada de las universidades medievales, entre los siglos XII y XIII. 

[3] Al finalizar los tres años de filosofía, había que rendir en latín un examen oral de todas las materias, ante un tribunal conformado por tres profesores.
[4] En la década de los 50 se produjo una fuerte migración de mano de obra, procedente de regiones más deprimidas de España –Andalucía, Murcia, Extremadura entre otras-  hacia Catalunya, debido a su progreso industrial: Tarrasa y Sabadell recibieron gran cantidad de inmigrantes de Andalucía.
[5] Joe Saldanha falleció en la India, mientras que Alfonso Sequeira se quedó en Barcelona y se casó. Oscar Rozario es el único indio de los tres compañeros que sigue como jesuita trabajando en su país.
[6] Claudio Pou murió este año de 2014, en Bolivia, después de más de 50 años de trabajo como economista, asesorando a CIPCA y otros proyectos de desarrollo en diferentes departamentos del país.
[7] La coca se refiere a un tipo de bizcocho propio de esa festividad, en Catalunya, y el cava es el equivalente del champán francés.

viernes, 13 de febrero de 2015

Cap. 2: Un caminar por la literatura


Si los dos años de noviciado significaron una inmersión en la oración y en la vida religiosa, los dos siguientes años estarían dedicados  -sin prescindir de la oración-  al estudio de la literatura, desde los clásicos griegos hasta la modernidad.

Había que recibir una formación humanista y para mí, que había salido de una fábrica de camiones, no me iba a resultar fácil: el latín sería la lengua oficial  -poetas latinos como Virgilio, Horacio-, además de los griegos  -las tragedias de Sófocles, Esquilo, el pensamiento de Platón y Aristóteles-  nos decían que ayudaban a formar la cabeza… ¡Parece que la mía no la modificaron mucho!

Además de los clásicos, no se pasaba por alto la literatura moderna: escritores como Leon Tolstoi, Fedor Dostoievski, Boris Pasternak  -dentro de la literatura rusa-  o Albert Camus, François Mauriac, Paul Claudel, Antoine de Saint-Exupéry  -por citar algunos franceses-  contribuían a la formación del espíritu y a la creación literaria.  De ahí que también teníamos que redactar cuentos, ensayos, poesías  -aunque dudo que pocos ciudadanos de a pie soportaran la lectura de unos principiantes como nosotros…-,  la oratoria también incluía la formación puesto que se decía  -resabios de un orgullo que hoy en día ha desaparecido-  que el jesuita servía para todo…

No olvidaré aquellas comidas en silencio, con más de cien comensales escuchando la lectura de un libro de historia declamado desde el púlpito del comedor ante el rector, profesores y estudiantes… De esa forma se inculcaba la importancia de aprovechar el tiempo, en lugar de perderlo conversando. No se puede negar que escuchamos la lectura de libros que nunca los leeríamos por propia iniciativa.

Hablar en público

Se aprovechaba también el tiempo de las comidas para que cada estudiante preparase un discurso y lo lanzara con toda la pasión posible del novato a un auditorio incrédulo, aburrido muchas veces, que saboreaba un caldo o un plato de arroz y que  -si el superior no lo miraba-  te mostraba un pedazo de carne en el tenedor… Los jugos gástricos del novel orador entraban en juego y uno no sabía cómo proseguir el discurso ensayado durante horas en su habitación…

Matayótes matayotéton kai panta matayótes” (“¡Vanidad de vanidades y todo vanidad!”) me tocó disertar una noche, en el comedor, en idioma griego, mientras unos compañeros me sonreían beatíficamente tratando en vano de alentarme en mi esfuerzo por recordar todo el magnífico discurso en griego que siglos atrás había pronunciado san Juan Crisóstomo, parafraseando al Eclesiastés o libro de Qohélet.


El 1º de enero de 1959 se había producido la revolución cubana. Para nosotros, internos en un seminario, no nos decía mucho aquel hecho y, por el contrario, nos hacían rezar por el “revoltoso” Fidel… Sin embargo, y como dato curioso, recuerdo que nuestro profesor de oratoria tenía grabados en una cinta de magnetófono unos discursos de Fidel Castro que nos los hacía escuchar como un ejemplo y modelo de oratoria. No se imaginaba el jesuita profesor de oratoria que, 55 años después, Fidel  seguiría siendo ejemplo para millones…




Llegan los franceses…

“Por favor, ¡dibújame un cordero!, dijo una vocecita al principito…” Y con esta simple frase, Antoine de Saint-Exupéry, nos introducía en un profundo humanismo, en el cual “lo invisible no se ve ante los ojos”…


Para la España de Franco y para la iglesia tradicional, Francia era la cuna del mal, país que albergaba a muchos republicanos españoles exiliados después de 1939, pero para quienes deseaban la libertad, era una sociedad envidiable.


La iglesia de Francia era también un atractivo para nosotros: ahí había empezado la renovación de la liturgia, un joven jesuita recorría en moto las calles de París con su guitarra al hombro y cantaba en los bares “le Seigneur reviendra, ne sois pas endormi cette nuit là…” (“el Señor volverá, no estés dormido esa noche”).




El P. Aimé Duval, nació el 30 de junio de 1918 au Val d’Ajol (Francia) y aparece como el precursor de la evangelización acompañado por su guitarra. En 1953, se consagra a la música y sus canciones son reproducidas con gran éxito en Francia, en Europa, en América. Grabó catorce discos en nueve idiomas. En 1984 fallece Aimé Duval.

También en esa Europa de búsqueda aparece una monja dominica, Sœur Sourire (Hermana Sonrisa en francés) que se inspira y graba canciones: “Dominique, nique, nique…”, será el mayor de sus éxitos que tararearán millones de personas..

Epitafio extraído de una canción suya:
J'ai vu voler son âme, À travers les nuages,
(Vi volar su alma entre nubes)

Dominique, nique nique, 
pobremente por ahí 
va él cantando amor. 
Y lo alegre de su canto 
solamente habla de Dios, 
de la palabra de Dios. 

Una sencilla lápida recuerda la vida de la religiosa rebelde que acabó suicidándose después de sufrir una dolorosa vida.





Pues bien, de esa Francia de vanguardia, engreída muchas veces, pero crisol de grandes filósofos y escritores, pudimos compartir nosotros, los estudiantes jesuitas de Catalunya, porque cada año, durante las vacaciones de verano, se organizaba “la maison française” (“la casa francesa”) que era una experiencia tan simple como invitar a varios jesuitas franceses a pasar su vacación con nosotros, en Catalunya, con la condición de que durante ese mes de verano sólo se podía hablar en francés  dentro del seminario. Fue una forma de imaginarse que uno vivía en Francia, pero… sin gastar dinero ni en pasajes ni en alojamiento. ¡Los jesuitas siempre han sabido organizarse cuidando la economía!

Corría el año 1961. La dictadura franquista proseguía en España. Y a los 21 años de edad, una vez terminados los estudios humanísticos, me trasladé a otro seminario, más cerca de Barcelona, en San Cugat del Vallés, para estudiar filosofía durante tres años más…  Una etapa más que tenía que sobrepasar para llegar a Bolivia.

jueves, 5 de febrero de 2015

Cap. 1: RETAZOS DE UNA VIDA

Cap. 1: Desde una fábrica de camiones… hacia el noviciado de jesuitas.

Nacer después de tres años de guerra civil no había de ser fácil, aunque en aquel momento, no pudiera darme cuenta de los problemas, como es obvio… Mi primer alarido al vislumbrar la España franquista, fue un 29 de enero de 1940, cuando el invierno estaba plenamente instalado en España…  Tal vez debería decir en Europa, pero es que España  -especialmente en la década de los 40-  poco tenía de Europa... 

Calle San Medín en Barcelona
En una sencilla calle de Sant Medir  -mucho más tarde sabría que esa calle era parte de un barrio muy catalán: Sants-  en un piso alquilado por mis padres al poco tiempo de trasladarse desde Murcia a la ciudad condal, llegué a este mundo. Mi padre era guardia civil y, según quién ganara aquella guerra de tres años, entre 1936 - 1939, y en qué bando se encontrara cada militar, iba destinado a una ciudad u otra. A mi padre lo enviaron a Barcelona y así, sin grandes pretensiones, aparecí en esta tierra catalana, tierra que por cierto recién empecé a conocer y querer más y más en la distancia, con el pasar de los años, desde Bolivia, gracias también a la derecha política española que procura no dejar emerger el “taranná”[1] catalán.

Durante los años de dictadura  -como quien no dice nada, pasaron uno detrás de otro, casi cuarenta años-,  estaba prohibido el uso de la lengua catalana, de ahí que  -y debido también a la procedencia murciana de mis padres-  no aprendí a hablar y menos a escribir catalán hasta mi edad ya adulta. Como dato curioso, sería un jesuita boliviano, chuquisaqueño para más datos, llegado a Barcelona para estudiar filosofía quien aprendería la lengua catalana y la enseñaría después a muchos catalanes, pero esto será desarrollado más adelante.

Crecer en años de postguerra era difícil: faltaban alimentos, ropa, agua… Europa aplicó un boicot al régimen dictatorial de Franco y había que acostumbrarse a vivir en una inmensa carestía. Se aplicó la “cartilla de racionamiento”, un simple documento que entregaba el gobierno a los ciudadanos y que les permitía comprar a cada persona un pan por día (en aquel entonces se hablaba del “chusco”, pan de hogaza y de color oscuro y duro, dada la escasez de trigo en la primera etapa del franquismo), una ración de aceite, malta en lugar de café y otros alimentos básicos cuyos nombres no recuerdo ya… Como siempre ocurre cuando se prohíbe algo, el deseo de poseerlo da lugar al contrabando, a la especulación, al estraperlo se decía entonces.

Y así, entre engaños, coimas a los vigilantes y trampas para obtener algo que poder vender fui creciendo, sin caer demasiado en cuenta del drama que vivían las familias   -al menos las pobres y de clase media-  españolas.

Un hijo de guardia civil, con una madre que apenas había ido a la escuela antes de la guerra, no parecía estar destinado a grandes logros estudiantiles. Mis padres se preocuparon por hacerme estudiar  -al igual que a mis otros dos hermanos-   pero en aquel tiempo salir bachiller ya era un logro reservado para pocos e ingresar a la universidad todavía se convertía en un lujo.

Hasta mis 12 años asistí a la escuela pública    -el Instituto Ausias March-, pero cuando cumplí 14 años, dejé el instituto para empezar a trabajar en un taller de mecánica. Se trataba de una fábrica inmensa  -la Empresa Nacional de Autos, Sociedad Anónima: ENASA-  que producía camiones Pegaso de alto tonelaje.  Dentro de la misma fábrica existía una sección destinada a los que iniciábamos el trabajo: la Escuela de Aprendices, donde durante cuatro años nos enseñaban teoría y práctica para formarnos como mecánicos especializados en diferentes ramas: tornería, fresadores, soldadura, fundición, y otras ramas de la metalurgia.  

Dentro de ese mundo laboral, empobrecido, pero que lentamente iba abriéndose paso, los que ingresábamos en esas escuelas (además de la fábrica para autos también había para locomotoras, motos, etc.) podíamos considerarnos privilegiados ya que además de estudiar se nos pagaba un pequeño salario semanal. Una de mis grandes alegrías fue cuando pude entregar a mi madre el primer sueldo… En recompensa me dio unas pesetillas para comprarme un helado.

 
Al finalizar cada año, la dirección de la
Escuela entregaba la libreta de calificaciones.
Ironías de la vida: fue en esa época de trabajo mecánico, en un ambiente hostil a la religión  -a pesar de la imagen de la España católica que se pretendía mostrar, en ambientes obreros predominaba una mentalidad antirreligiosa-  donde se fue forjando sin embargo mi vocación y deseo de servicio a los otros.

En la década de los ’50, con la postguerra y el ambiente anticlerical de una Europa en reconstrucción, había surgido en Bélgica un movimiento de jóvenes católicos inspirados por el sacerdote José Cardijn: la JOC (Juventud Obrera Católica).[2]

Al mismo tiempo, en París, un fraile se lanzó por las calles de los suburbios para atender a quienes vivían recogiendo papeles y otros desechos: los traperos; era el abate -l’abbé-  Pierre, que creó el movimiento “los traperos de Emaús” donde se ofrecía a los más necesitados un hogar para dormir y algo para comer…, los traperos se encargaban de recolectar entre la basura alimentos y cuanto encontraban que tuviera alguna utilidad para sustentar la comunidad.

En ese ambiente de la JOC, de los traperos y del inicio de los sacerdotes  -los curas obreros- que veían más importante encarnarse en el mundo del trabajo que encerrarse en un despacho parroquial, se fue gestando en mí el deseo de hacer algo más por los demás… El seminario era una posibilidad. Mi único modelo era un sacerdote que venía a la fábrica ENASA a dar charlas a los aprendices y nos hablaba de la JOC[3]. Como ése quería ser yo, ¿y tú qué quieres ser?  -me preguntaría más adelante, paseando un día por la montaña-  ¿yo…? dudé un poco, como usted, cura obrero… Sonrió y me aclaró que él era jesuita, no cura obrero; bueno, pues eso, le dije, jesuita como usted…

Y de esa forma, a los 17 años, sin haber conocido más mundo que el de la fábrica y los compañeros de la JOC, sin haber tenido nunca amistad con ninguna chica y menos todavía haber asistido a alguna fiesta   -no olvidemos que en la iglesia los hombres se sentaban a una lado y las mujeres al otro-   preparé mi maletas para dirigirme a la tren que me alejaría de mi familia. Era un 24 de septiembre de 1957, fiesta de la Virgen de la Merced, patrona de Barcelona. No podía imaginarme en aquel momento que sería también en la parroquia de la Merced, pero en Santa Cruz, adonde llegaría por vez primera a Bolivia…

Nunca olvidaré la exclamación de mi padre cuando le dije la decisión que había tomado: “¡coño, hijo mío!, ¡los jesuitas!, ésos son lo peor… ¿cómo se te ocurre?, ahora que yo me retiro de un cuartel  -cuatro días antes se había jubilado de guardia civil-  tú vas a entrar a otro peor…”  Pero ya se me había ocurrido y, a pesar del disgusto de mis padres, me dirigí a la estación de ferrocarril, donde me encontré con otros cuatro muchachos de mi edad. Todos íbamos a lo mismo. Ellos se encontrarían al llegar al noviciado con amigos y compañeros de colegio. Yo iba algo lanzado y absorto hacia una nueva vida, sin saber qué me depararía…

Al comienzo de mi noviciado   -el 24 de setiembre de 1957 llegué en tren a un pueblito tranquilo y desconocido para mí, hasta aquel momento: Roquetas-   capté algo raro en el ambiente; era la pregunta que varios compañeros novicios me hacían: “¿y cómo llegó usted, hermano, al noviciado?”  No se referían al medio de locomoción, sino al motivo, a la razón de elegir esa vida en la Compañía de Jesús. Y ahí me di cuenta de que yo  -y dos o tres más-  éramos diferentes, algo así como bichos raros, una especie de astronautas caídos en medio de la negrura ensotanada de aquel recinto.

Los jóvenes que optaban por la vida jesuítica provenían, en su gran mayoría, de colegios de jesuitas: habían estudiado bachillerato en colegios renombrados de Barcelona, como Caspe y Sarriá, o de Palma de Mallorca, de Valencia…  Desde sus primeros años de colegio conocieron la vida de santos como Ignacio de Loyola, Francisco Xavier…  Chicos formados religiosamente en la Congregación Mariana, sabían qué era un prefecto de estudios, habían estudiado latín, literatura…, jóvenes ejemplares en aquella época. Sabían adónde y a qué iban cuando se despidieron de sus familias en la estación del ferrocarril de Barcelona.

De entre aquellos cuarenta jóvenes que iniciaríamos la formación durante dos años en el noviciado, sólo otro compañero y yo procedíamos del mundo laboral. Oración y meditación diaria, lectura y estudios, vida disciplinada… Mi padre se había quedado corto cuando me dijo que yo estaba entrando a un cuartel…, aunque en éste había espíritu de fraternidad y esa cierta ingenuidad con la que los jóvenes  -al menos en aquella época-   lo aceptábamos todo.

Oración y meditación, sí, sacrificios y penitencia también. Me sorprendió ver a algún compañero que en un pequeño taller doblaba alambres de púas o preparaba unas pequeñas cuerdas con nudos en sus extremos. A los pocos días de entrar al noviciado comprendí qué era el trabajo que realizaba: instrumentos para hacer penitencia tales como el cilicio y la disciplina.[4] 

Josep Manuel Udina (Molo)

A mí me dedicaron a una tarea más simple, pero que en nombre del Señor, todo quedaba sublimado: Letreros, se llamaba. Y simplemente se trataba de escribir con buena letra los avisos para la comunidad, los comunicados cuando había que convocar a reuniones y los resúmenes de las conferencias.

Esa función de “rotulador” me permitió trabar amistad con un compañero con el que mantengo la mejor de las amistades hasta el día de hoy, aunque sólo nos vemos de vez en cuando: Molo, para los amigos. 

Con Molo no sólo nos unió los letreros; dos años más tarde, iríamos juntos en bicicleta a enseñar catecismo por algunos pueblos de Lleida. Y mucho más adelante aunque nos separaba un océano, cuando yo regresaba desde Bolivia a Barcelona, nos reencontrábamos para compartir algo nuevo en nuestras vidas: la formación de nuestras respectivas familias[5]

  
Después de dos años, un 24 de septiembre de 1959, hice los votos dentro de la Compañía de Jesús: pobreza, castidad y obediencia. Ya era legal y jurídicamente jesuita. Ya podía comenzar estudios de literatura, de filosofía y luego teología…, pero no adelantaremos mucho los hechos.

 
Crucifijo de los votos: 24-09-1959






[1] La forma de ser de un pueblo. El ñandereko, diríamos en guaraní.

[2] José Cardijn, nació el 13 de noviembre de 1882, en Scherbeck, un barrio pobre de Bruselas, en Bélgica. El sintió vocación religiosa muy temprano, y entró a un Seminario. Al referirse a su niñez Cardijn dijo: «Soy hijo de una familia obrera, tuve un padre que no sabía leer ni escribir,  no pudo ir a la escuela, porque en Bélgica (en aquella época) no habían escuelas para los hijos de la clase obrera, y mi padre era un obrero del carbón. Yo tenía las manos negras, porque después de la escuela, y durante las vacaciones, iba a trabajar descargando carbón. Mi madre era también obrera, empleada doméstica...Y todo lo que soy se lo debo a papá y a mamá».
Junto al lecho de muerte de su padre hizo un juramento: «ENTREGAR SU VIDA POR  LOS  JÓVENES  TRABAJADORES ».

[3] Uno de los jesuitas que venía a la fábrica ENASA era un estudiante de teología, José Gramunt, que había vivido ya en Bolivia. Él nos hablaba de Bolivia, del altiplano y despertó también en mí un cierto interés por la misión. En 1957 recibió la ordenación sacerdotal en Barcelona y regresó a Bolivia. Años más tarde, al llegar yo, en 1964, me encontré con él en La Paz, como director de Radio Fides.   

[4]  En los primeros siglos, el cilicio era una camisa o túnica hecha de tela áspera o de pelo de animal. Su nombre deriva del latín cilicium, una capa hecha de pelo de cabra de Cilicia, una provincia romana del sureste de Asia Menor. Modernamente, el cilicio y las disciplinas se reservan al uso voluntario de los/as religiosos/as. En lugar de la camisa de pelo o metal, se emplea una cadena o cinturón metálico dotado de puntas que se ata firmemente al muslo o a la axila; las disciplinas se utilizan para golpearse en la espalda o en los muslos.

[5] A los pocos días de escribir estas páginas, me comunican que Molo falleció en la madrugada del viernes 7 de noviembre, después de luchar durante meses contra el cáncer. Además del recuerdo imborrable de tan gran amigo, tengo en mi biblioteca personal el último de sus libros HIC ET NUNC, encara parlem llatí, además de un ensayo sobre el filósofo francés Gabriel Marcel que me dedicó con motivo de una reunión en la UAB.