jueves, 5 de febrero de 2015

Cap. 1: RETAZOS DE UNA VIDA

Cap. 1: Desde una fábrica de camiones… hacia el noviciado de jesuitas.

Nacer después de tres años de guerra civil no había de ser fácil, aunque en aquel momento, no pudiera darme cuenta de los problemas, como es obvio… Mi primer alarido al vislumbrar la España franquista, fue un 29 de enero de 1940, cuando el invierno estaba plenamente instalado en España…  Tal vez debería decir en Europa, pero es que España  -especialmente en la década de los 40-  poco tenía de Europa... 

Calle San Medín en Barcelona
En una sencilla calle de Sant Medir  -mucho más tarde sabría que esa calle era parte de un barrio muy catalán: Sants-  en un piso alquilado por mis padres al poco tiempo de trasladarse desde Murcia a la ciudad condal, llegué a este mundo. Mi padre era guardia civil y, según quién ganara aquella guerra de tres años, entre 1936 - 1939, y en qué bando se encontrara cada militar, iba destinado a una ciudad u otra. A mi padre lo enviaron a Barcelona y así, sin grandes pretensiones, aparecí en esta tierra catalana, tierra que por cierto recién empecé a conocer y querer más y más en la distancia, con el pasar de los años, desde Bolivia, gracias también a la derecha política española que procura no dejar emerger el “taranná”[1] catalán.

Durante los años de dictadura  -como quien no dice nada, pasaron uno detrás de otro, casi cuarenta años-,  estaba prohibido el uso de la lengua catalana, de ahí que  -y debido también a la procedencia murciana de mis padres-  no aprendí a hablar y menos a escribir catalán hasta mi edad ya adulta. Como dato curioso, sería un jesuita boliviano, chuquisaqueño para más datos, llegado a Barcelona para estudiar filosofía quien aprendería la lengua catalana y la enseñaría después a muchos catalanes, pero esto será desarrollado más adelante.

Crecer en años de postguerra era difícil: faltaban alimentos, ropa, agua… Europa aplicó un boicot al régimen dictatorial de Franco y había que acostumbrarse a vivir en una inmensa carestía. Se aplicó la “cartilla de racionamiento”, un simple documento que entregaba el gobierno a los ciudadanos y que les permitía comprar a cada persona un pan por día (en aquel entonces se hablaba del “chusco”, pan de hogaza y de color oscuro y duro, dada la escasez de trigo en la primera etapa del franquismo), una ración de aceite, malta en lugar de café y otros alimentos básicos cuyos nombres no recuerdo ya… Como siempre ocurre cuando se prohíbe algo, el deseo de poseerlo da lugar al contrabando, a la especulación, al estraperlo se decía entonces.

Y así, entre engaños, coimas a los vigilantes y trampas para obtener algo que poder vender fui creciendo, sin caer demasiado en cuenta del drama que vivían las familias   -al menos las pobres y de clase media-  españolas.

Un hijo de guardia civil, con una madre que apenas había ido a la escuela antes de la guerra, no parecía estar destinado a grandes logros estudiantiles. Mis padres se preocuparon por hacerme estudiar  -al igual que a mis otros dos hermanos-   pero en aquel tiempo salir bachiller ya era un logro reservado para pocos e ingresar a la universidad todavía se convertía en un lujo.

Hasta mis 12 años asistí a la escuela pública    -el Instituto Ausias March-, pero cuando cumplí 14 años, dejé el instituto para empezar a trabajar en un taller de mecánica. Se trataba de una fábrica inmensa  -la Empresa Nacional de Autos, Sociedad Anónima: ENASA-  que producía camiones Pegaso de alto tonelaje.  Dentro de la misma fábrica existía una sección destinada a los que iniciábamos el trabajo: la Escuela de Aprendices, donde durante cuatro años nos enseñaban teoría y práctica para formarnos como mecánicos especializados en diferentes ramas: tornería, fresadores, soldadura, fundición, y otras ramas de la metalurgia.  

Dentro de ese mundo laboral, empobrecido, pero que lentamente iba abriéndose paso, los que ingresábamos en esas escuelas (además de la fábrica para autos también había para locomotoras, motos, etc.) podíamos considerarnos privilegiados ya que además de estudiar se nos pagaba un pequeño salario semanal. Una de mis grandes alegrías fue cuando pude entregar a mi madre el primer sueldo… En recompensa me dio unas pesetillas para comprarme un helado.

 
Al finalizar cada año, la dirección de la
Escuela entregaba la libreta de calificaciones.
Ironías de la vida: fue en esa época de trabajo mecánico, en un ambiente hostil a la religión  -a pesar de la imagen de la España católica que se pretendía mostrar, en ambientes obreros predominaba una mentalidad antirreligiosa-  donde se fue forjando sin embargo mi vocación y deseo de servicio a los otros.

En la década de los ’50, con la postguerra y el ambiente anticlerical de una Europa en reconstrucción, había surgido en Bélgica un movimiento de jóvenes católicos inspirados por el sacerdote José Cardijn: la JOC (Juventud Obrera Católica).[2]

Al mismo tiempo, en París, un fraile se lanzó por las calles de los suburbios para atender a quienes vivían recogiendo papeles y otros desechos: los traperos; era el abate -l’abbé-  Pierre, que creó el movimiento “los traperos de Emaús” donde se ofrecía a los más necesitados un hogar para dormir y algo para comer…, los traperos se encargaban de recolectar entre la basura alimentos y cuanto encontraban que tuviera alguna utilidad para sustentar la comunidad.

En ese ambiente de la JOC, de los traperos y del inicio de los sacerdotes  -los curas obreros- que veían más importante encarnarse en el mundo del trabajo que encerrarse en un despacho parroquial, se fue gestando en mí el deseo de hacer algo más por los demás… El seminario era una posibilidad. Mi único modelo era un sacerdote que venía a la fábrica ENASA a dar charlas a los aprendices y nos hablaba de la JOC[3]. Como ése quería ser yo, ¿y tú qué quieres ser?  -me preguntaría más adelante, paseando un día por la montaña-  ¿yo…? dudé un poco, como usted, cura obrero… Sonrió y me aclaró que él era jesuita, no cura obrero; bueno, pues eso, le dije, jesuita como usted…

Y de esa forma, a los 17 años, sin haber conocido más mundo que el de la fábrica y los compañeros de la JOC, sin haber tenido nunca amistad con ninguna chica y menos todavía haber asistido a alguna fiesta   -no olvidemos que en la iglesia los hombres se sentaban a una lado y las mujeres al otro-   preparé mi maletas para dirigirme a la tren que me alejaría de mi familia. Era un 24 de septiembre de 1957, fiesta de la Virgen de la Merced, patrona de Barcelona. No podía imaginarme en aquel momento que sería también en la parroquia de la Merced, pero en Santa Cruz, adonde llegaría por vez primera a Bolivia…

Nunca olvidaré la exclamación de mi padre cuando le dije la decisión que había tomado: “¡coño, hijo mío!, ¡los jesuitas!, ésos son lo peor… ¿cómo se te ocurre?, ahora que yo me retiro de un cuartel  -cuatro días antes se había jubilado de guardia civil-  tú vas a entrar a otro peor…”  Pero ya se me había ocurrido y, a pesar del disgusto de mis padres, me dirigí a la estación de ferrocarril, donde me encontré con otros cuatro muchachos de mi edad. Todos íbamos a lo mismo. Ellos se encontrarían al llegar al noviciado con amigos y compañeros de colegio. Yo iba algo lanzado y absorto hacia una nueva vida, sin saber qué me depararía…

Al comienzo de mi noviciado   -el 24 de setiembre de 1957 llegué en tren a un pueblito tranquilo y desconocido para mí, hasta aquel momento: Roquetas-   capté algo raro en el ambiente; era la pregunta que varios compañeros novicios me hacían: “¿y cómo llegó usted, hermano, al noviciado?”  No se referían al medio de locomoción, sino al motivo, a la razón de elegir esa vida en la Compañía de Jesús. Y ahí me di cuenta de que yo  -y dos o tres más-  éramos diferentes, algo así como bichos raros, una especie de astronautas caídos en medio de la negrura ensotanada de aquel recinto.

Los jóvenes que optaban por la vida jesuítica provenían, en su gran mayoría, de colegios de jesuitas: habían estudiado bachillerato en colegios renombrados de Barcelona, como Caspe y Sarriá, o de Palma de Mallorca, de Valencia…  Desde sus primeros años de colegio conocieron la vida de santos como Ignacio de Loyola, Francisco Xavier…  Chicos formados religiosamente en la Congregación Mariana, sabían qué era un prefecto de estudios, habían estudiado latín, literatura…, jóvenes ejemplares en aquella época. Sabían adónde y a qué iban cuando se despidieron de sus familias en la estación del ferrocarril de Barcelona.

De entre aquellos cuarenta jóvenes que iniciaríamos la formación durante dos años en el noviciado, sólo otro compañero y yo procedíamos del mundo laboral. Oración y meditación diaria, lectura y estudios, vida disciplinada… Mi padre se había quedado corto cuando me dijo que yo estaba entrando a un cuartel…, aunque en éste había espíritu de fraternidad y esa cierta ingenuidad con la que los jóvenes  -al menos en aquella época-   lo aceptábamos todo.

Oración y meditación, sí, sacrificios y penitencia también. Me sorprendió ver a algún compañero que en un pequeño taller doblaba alambres de púas o preparaba unas pequeñas cuerdas con nudos en sus extremos. A los pocos días de entrar al noviciado comprendí qué era el trabajo que realizaba: instrumentos para hacer penitencia tales como el cilicio y la disciplina.[4] 

Josep Manuel Udina (Molo)

A mí me dedicaron a una tarea más simple, pero que en nombre del Señor, todo quedaba sublimado: Letreros, se llamaba. Y simplemente se trataba de escribir con buena letra los avisos para la comunidad, los comunicados cuando había que convocar a reuniones y los resúmenes de las conferencias.

Esa función de “rotulador” me permitió trabar amistad con un compañero con el que mantengo la mejor de las amistades hasta el día de hoy, aunque sólo nos vemos de vez en cuando: Molo, para los amigos. 

Con Molo no sólo nos unió los letreros; dos años más tarde, iríamos juntos en bicicleta a enseñar catecismo por algunos pueblos de Lleida. Y mucho más adelante aunque nos separaba un océano, cuando yo regresaba desde Bolivia a Barcelona, nos reencontrábamos para compartir algo nuevo en nuestras vidas: la formación de nuestras respectivas familias[5]

  
Después de dos años, un 24 de septiembre de 1959, hice los votos dentro de la Compañía de Jesús: pobreza, castidad y obediencia. Ya era legal y jurídicamente jesuita. Ya podía comenzar estudios de literatura, de filosofía y luego teología…, pero no adelantaremos mucho los hechos.

 
Crucifijo de los votos: 24-09-1959






[1] La forma de ser de un pueblo. El ñandereko, diríamos en guaraní.

[2] José Cardijn, nació el 13 de noviembre de 1882, en Scherbeck, un barrio pobre de Bruselas, en Bélgica. El sintió vocación religiosa muy temprano, y entró a un Seminario. Al referirse a su niñez Cardijn dijo: «Soy hijo de una familia obrera, tuve un padre que no sabía leer ni escribir,  no pudo ir a la escuela, porque en Bélgica (en aquella época) no habían escuelas para los hijos de la clase obrera, y mi padre era un obrero del carbón. Yo tenía las manos negras, porque después de la escuela, y durante las vacaciones, iba a trabajar descargando carbón. Mi madre era también obrera, empleada doméstica...Y todo lo que soy se lo debo a papá y a mamá».
Junto al lecho de muerte de su padre hizo un juramento: «ENTREGAR SU VIDA POR  LOS  JÓVENES  TRABAJADORES ».

[3] Uno de los jesuitas que venía a la fábrica ENASA era un estudiante de teología, José Gramunt, que había vivido ya en Bolivia. Él nos hablaba de Bolivia, del altiplano y despertó también en mí un cierto interés por la misión. En 1957 recibió la ordenación sacerdotal en Barcelona y regresó a Bolivia. Años más tarde, al llegar yo, en 1964, me encontré con él en La Paz, como director de Radio Fides.   

[4]  En los primeros siglos, el cilicio era una camisa o túnica hecha de tela áspera o de pelo de animal. Su nombre deriva del latín cilicium, una capa hecha de pelo de cabra de Cilicia, una provincia romana del sureste de Asia Menor. Modernamente, el cilicio y las disciplinas se reservan al uso voluntario de los/as religiosos/as. En lugar de la camisa de pelo o metal, se emplea una cadena o cinturón metálico dotado de puntas que se ata firmemente al muslo o a la axila; las disciplinas se utilizan para golpearse en la espalda o en los muslos.

[5] A los pocos días de escribir estas páginas, me comunican que Molo falleció en la madrugada del viernes 7 de noviembre, después de luchar durante meses contra el cáncer. Además del recuerdo imborrable de tan gran amigo, tengo en mi biblioteca personal el último de sus libros HIC ET NUNC, encara parlem llatí, además de un ensayo sobre el filósofo francés Gabriel Marcel que me dedicó con motivo de una reunión en la UAB.

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