Cap. 1: Desde una fábrica de camiones… hacia el noviciado de jesuitas.
Nacer después de tres años de guerra civil no
había de ser fácil, aunque en aquel momento, no pudiera darme cuenta de los
problemas, como es obvio… Mi primer alarido al vislumbrar la España franquista,
fue un 29 de enero de 1940, cuando el invierno estaba plenamente instalado en
España… Tal vez debería decir en Europa,
pero es que España -especialmente en la
década de los 40- poco tenía de Europa...
Calle San Medín en Barcelona |
En una sencilla calle de Sant Medir
-mucho más tarde sabría que esa calle era parte de un barrio muy
catalán: Sants- en un piso alquilado por
mis padres al poco tiempo de trasladarse desde Murcia a la ciudad condal,
llegué a este mundo. Mi padre era guardia civil y, según quién ganara aquella
guerra de tres años, entre 1936 - 1939, y en qué bando se encontrara cada militar,
iba destinado a una ciudad u otra. A mi padre lo enviaron a Barcelona y así,
sin grandes pretensiones, aparecí en esta tierra catalana, tierra que por
cierto recién empecé a conocer y querer más y más en la distancia, con el pasar
de los años, desde Bolivia, gracias también a la derecha política española que
procura no dejar emerger el “taranná”[1]
catalán.
Durante los años de dictadura
-como quien no dice nada, pasaron uno detrás de otro, casi cuarenta
años-, estaba prohibido el uso de la
lengua catalana, de ahí que -y debido
también a la procedencia murciana de mis padres- no aprendí a hablar y menos a escribir
catalán hasta mi edad ya adulta. Como dato curioso, sería un jesuita boliviano,
chuquisaqueño para más datos, llegado a Barcelona para estudiar filosofía quien
aprendería la lengua catalana y la enseñaría después a muchos catalanes, pero
esto será desarrollado más adelante.
Crecer en años de postguerra era difícil: faltaban alimentos, ropa,
agua… Europa aplicó un boicot al régimen dictatorial de Franco y había que
acostumbrarse a vivir en una inmensa carestía. Se aplicó la “cartilla de
racionamiento”, un simple documento que entregaba el gobierno a los ciudadanos
y que les permitía comprar a cada persona un pan por día (en aquel entonces se
hablaba del “chusco”, pan de hogaza y de color oscuro y duro, dada la escasez
de trigo en la primera etapa del franquismo), una ración de aceite, malta en
lugar de café y otros alimentos básicos cuyos nombres no recuerdo ya… Como
siempre ocurre cuando se prohíbe algo, el deseo de poseerlo da lugar al
contrabando, a la especulación, al estraperlo se decía entonces.
Y así, entre engaños, coimas a los vigilantes y trampas para obtener
algo que poder vender fui creciendo, sin caer demasiado en cuenta del drama que
vivían las familias -al menos las
pobres y de clase media- españolas.
Hasta mis 12 años asistí a la escuela pública -el Instituto Ausias March-, pero cuando
cumplí 14 años, dejé el instituto para empezar a trabajar en un taller de
mecánica. Se trataba de una fábrica inmensa
-la Empresa Nacional de Autos, Sociedad Anónima: ENASA- que producía camiones Pegaso de alto
tonelaje. Dentro de la misma fábrica
existía una sección destinada a los que iniciábamos el trabajo: la Escuela de
Aprendices, donde durante cuatro años nos enseñaban teoría y práctica para
formarnos como mecánicos especializados en diferentes ramas: tornería, fresadores,
soldadura, fundición, y otras ramas de la metalurgia.
Dentro de ese mundo laboral, empobrecido, pero que lentamente iba
abriéndose paso, los que ingresábamos en esas escuelas (además de la fábrica
para autos también había para locomotoras, motos, etc.) podíamos considerarnos
privilegiados ya que además de estudiar se nos pagaba un pequeño salario
semanal. Una de mis grandes alegrías fue cuando pude entregar a mi madre el
primer sueldo… En recompensa me dio unas pesetillas para comprarme un helado.
Ironías de la vida: fue en esa época de trabajo mecánico, en un ambiente
hostil a la religión -a pesar de la
imagen de la España católica que se pretendía mostrar, en ambientes obreros
predominaba una mentalidad antirreligiosa-
donde se fue forjando sin embargo mi vocación y deseo de servicio a los
otros.
En la década de los ’50, con la postguerra y el ambiente anticlerical de
una Europa en reconstrucción, había surgido en Bélgica un movimiento de jóvenes
católicos inspirados por el sacerdote José Cardijn: la JOC (Juventud Obrera
Católica).[2]
Al mismo tiempo, en París, un fraile se lanzó por las calles de los
suburbios para atender a quienes vivían recogiendo papeles y otros desechos: los
traperos; era el abate -l’abbé- Pierre,
que creó el movimiento “los traperos de Emaús” donde se ofrecía a los más
necesitados un hogar para dormir y algo para comer…, los traperos se encargaban
de recolectar entre la basura alimentos y cuanto encontraban que tuviera alguna
utilidad para sustentar la comunidad.
En ese ambiente de la JOC, de los traperos y del inicio de los
sacerdotes -los curas obreros- que veían
más importante encarnarse en el mundo del trabajo que encerrarse en un despacho
parroquial, se fue gestando en mí el deseo de hacer algo más por los demás… El
seminario era una posibilidad. Mi único modelo era un sacerdote que venía a la
fábrica ENASA a dar charlas a los aprendices y nos hablaba de la JOC[3].
Como ése quería ser yo, ¿y tú qué quieres ser?
-me preguntaría más adelante, paseando un día por la montaña- ¿yo…? dudé un poco, como usted, cura obrero…
Sonrió y me aclaró que él era jesuita, no cura obrero; bueno, pues eso, le
dije, jesuita como usted…
Y de esa forma, a los 17 años, sin haber
conocido más mundo que el de la fábrica y los compañeros de la JOC, sin haber
tenido nunca amistad con ninguna chica y menos todavía haber asistido a alguna
fiesta -no olvidemos que en la iglesia
los hombres se sentaban a una lado y las mujeres al otro- preparé mi maletas para dirigirme a la tren
que me alejaría de mi familia. Era un 24 de septiembre de 1957, fiesta de la
Virgen de la Merced, patrona de Barcelona. No podía imaginarme en aquel momento
que sería también en la parroquia de la Merced, pero en Santa Cruz, adonde
llegaría por vez primera a Bolivia…
Nunca olvidaré la exclamación de mi padre cuando le dije la decisión que
había tomado: “¡coño, hijo mío!, ¡los jesuitas!, ésos son lo peor… ¿cómo se te
ocurre?, ahora que yo me retiro de un cuartel
-cuatro días antes se había jubilado de guardia civil- tú vas a entrar a otro peor…” Pero ya se me había ocurrido y, a pesar del
disgusto de mis padres, me dirigí a la estación de ferrocarril, donde me
encontré con otros cuatro muchachos de mi edad. Todos íbamos a lo mismo. Ellos
se encontrarían al llegar al noviciado con amigos y compañeros de colegio. Yo
iba algo lanzado y absorto hacia una nueva vida, sin saber qué me depararía…
Al comienzo de mi noviciado -el
24 de setiembre de 1957 llegué en tren a un pueblito tranquilo y desconocido
para mí, hasta aquel momento: Roquetas-
capté algo raro en el ambiente; era la pregunta que varios compañeros
novicios me hacían: “¿y cómo llegó usted, hermano, al noviciado?” No se referían al medio de locomoción, sino
al motivo, a la razón de elegir esa vida en la Compañía de Jesús. Y ahí me di
cuenta de que yo -y dos o tres más- éramos diferentes, algo así como bichos
raros, una especie de astronautas caídos en medio de la negrura ensotanada de
aquel recinto.
Los jóvenes que optaban por la vida jesuítica provenían, en su gran
mayoría, de colegios de jesuitas: habían estudiado bachillerato en colegios
renombrados de Barcelona, como Caspe y Sarriá, o de Palma de Mallorca, de
Valencia… Desde sus primeros años de
colegio conocieron la vida de santos como Ignacio de Loyola, Francisco
Xavier… Chicos formados religiosamente
en la Congregación Mariana, sabían qué era un prefecto de estudios, habían estudiado
latín, literatura…, jóvenes ejemplares en aquella época. Sabían adónde y a qué
iban cuando se despidieron de sus familias en la estación del ferrocarril de
Barcelona.
De entre aquellos cuarenta jóvenes que iniciaríamos la formación durante
dos años en el noviciado, sólo otro compañero y yo procedíamos del mundo
laboral. Oración y meditación diaria, lectura y estudios, vida disciplinada… Mi
padre se había quedado corto cuando me dijo que yo estaba entrando a un
cuartel…, aunque en éste había espíritu de fraternidad y esa cierta ingenuidad
con la que los jóvenes -al menos en
aquella época- lo aceptábamos todo.
Oración y meditación, sí, sacrificios y penitencia también. Me
sorprendió ver a algún compañero que en un pequeño taller doblaba alambres de
púas o preparaba unas pequeñas cuerdas con nudos en sus extremos. A los pocos
días de entrar al noviciado comprendí qué era el trabajo que realizaba:
instrumentos para hacer penitencia tales como el cilicio y la disciplina.[4]
Josep Manuel Udina (Molo) |
Esa función de “rotulador” me permitió trabar amistad con un compañero
con el que mantengo la mejor de las amistades hasta el día de hoy, aunque sólo nos
vemos de vez en cuando: Molo, para los amigos.
Con Molo no sólo nos unió los letreros; dos años más tarde, iríamos
juntos en bicicleta a enseñar catecismo por algunos pueblos de Lleida. Y mucho
más adelante aunque nos separaba un océano, cuando yo regresaba desde Bolivia a
Barcelona, nos reencontrábamos para compartir algo nuevo en nuestras vidas: la
formación de nuestras respectivas familias[5].
Después de dos años, un 24 de septiembre de 1959, hice los votos dentro
de la Compañía de Jesús: pobreza, castidad y obediencia. Ya era legal y
jurídicamente jesuita. Ya podía comenzar estudios de literatura, de filosofía y
luego teología…, pero no adelantaremos mucho los hechos.
[1] La
forma de ser de un pueblo. El ñandereko, diríamos en guaraní.
[2]
José Cardijn, nació el 13 de noviembre de 1882, en Scherbeck, un barrio
pobre de Bruselas, en Bélgica. El sintió vocación religiosa muy temprano, y
entró a un Seminario. Al referirse a su niñez Cardijn dijo: «Soy hijo de una
familia obrera, tuve un padre que no sabía leer ni escribir, no pudo ir a
la escuela, porque en Bélgica (en aquella época) no habían escuelas para los
hijos de la clase obrera, y mi padre era un obrero del carbón. Yo tenía las
manos negras, porque después de la escuela, y durante las vacaciones, iba a
trabajar descargando carbón. Mi madre era también obrera, empleada
doméstica...Y todo lo que soy se lo debo a papá y a mamá».
Junto al
lecho de muerte de su padre hizo un juramento: «ENTREGAR SU VIDA POR
LOS JÓVENES TRABAJADORES ».
[3]
Uno de los jesuitas que venía a la fábrica ENASA era un estudiante de teología,
José Gramunt, que había vivido ya en Bolivia. Él nos hablaba de Bolivia, del
altiplano y despertó también en mí un cierto interés por la misión. En 1957
recibió la ordenación sacerdotal en Barcelona y regresó a Bolivia. Años más
tarde, al llegar yo, en 1964, me encontré con él en La Paz, como director de
Radio Fides.
[4] En los primeros siglos,
el cilicio era una camisa o túnica hecha de tela áspera o de pelo de animal. Su nombre deriva del latín cilicium, una capa hecha de pelo de cabra de Cilicia, una provincia romana del sureste de Asia Menor. Modernamente,
el cilicio y las disciplinas se reservan al uso
voluntario de los/as religiosos/as. En lugar de la camisa de pelo o metal, se
emplea una cadena o cinturón metálico dotado de puntas que se ata firmemente al
muslo o a la axila; las disciplinas se utilizan para golpearse en la espalda o
en los muslos.
[5]
A los pocos días de escribir estas
páginas, me comunican que Molo falleció en la madrugada del viernes 7 de
noviembre, después de luchar durante meses contra el cáncer. Además del
recuerdo imborrable de tan gran amigo, tengo en mi biblioteca personal el último
de sus libros HIC ET NUNC, encara parlem llatí, además de un ensayo sobre el filósofo
francés Gabriel Marcel que me dedicó con motivo de una reunión en la UAB.
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