miércoles, 30 de septiembre de 2015

EL CAMINO DEL CAMINANTE. Cap. 16: Por el altiplano.

Brujo entre los aymaras

A mediados de octubre de 1971, tengo que iniciar visitas a comunidades aymaras de Jesús de Machaca y llego a Q”onq”o Likiliki en compañía de mi amigo Antonio. Primer contacto con esas comunidades cuyo nombre no me resultará fácil al comienzo, al igual que el de Sullcatiti Titiri… Paciencia, poco a poco trataré de aprender no sólo el nombre de las comunidades sino el idioma mismo.

En Q”onq”o Likiliki encontramos a Eustaquio, un catequista que se encarga de enseñar la biblia a sus hermanos campesinos. La biblia está traducida al aymara. Y esa noche, a la luz de unas velas y envueltos en ponchos para superar el frío altiplánico, llega el momento de dormir. En la única habitación, que es comedor y cocina  -así se expande el calorcito del fogón-  al mismo tiempo que dormitorio, Eustaquio y su señora se echan al suelo, mientras nos dejan a Antonio y a mí su catre de adobe para que extendamos nuestras bolsas de dormir…

Y ahí, mi primera dificultad: yo uso lentes de contacto. Tengo que sacármelos para dormir, guardarlos en su estuche, líquidos especiales para mantenerlos estériles.  Y todo ello ante la mirada asombrada de Eustaquio. “Es que yo me saco los ojos, Eustaquio”. “Nooo”, exclama asombrado. Mira al pequeño lente entre mis dedos, mira a mis ojos, están en su lugar… para seguir con la broma me los vuelvo a colocar… “¡Brujo es el padrecito!” Todos ríen… Y así, entre risas y bromas en lengua aymara, que todavía no comprendo, pronto se va extendiendo de familia en familia, que yo tengo ojos para quitar y poner. ¡Soy todo un brujo!


Primera crisis…

Jeep Toyota en 1972
Es el 1º de noviembre, día de TODOS SANTOS Y DIFUNTOS. Voy en el jeep Toyota a la península de Taraco, otra de las zonas lacustres que atendemos desde la parroquia de Tiwanaku. Mientras avanzo por caminos de tierra quedo absorto por la magnífica visión: el azul del lago Titicaca se confunde y hermana con el azul del cielo. Ese día hay que celebrar la misa por los difuntos y yo voy meditando en ese Dios de vivos que nos transmite e infunde vida porque “vine para que tengan vida y la tengan en abundancia”.

Pero la catequesis transmitida por los conquistadores y sus descendientes hizo más hincapié en la muerte que en la vida, en el dolor que en la alegría del evangelio… La misa se celebra en el cementerio y, aunque yo haya preparado una homilía sobre el Dios de la vida, a los pobladores les interesa más que rece por los muertos, que rocíe con agua bendita las tumbas. 

Hago una bendición general al cementerio, echo agua bendita sobre las cruces enterradas y… cuando pienso retirarme se me acerca una señora: “padrecito, agüita en la tumba de mi bebé”, me acerco con paciencia, rocío el pedacito humilde de tierra, y se me acerca otra y luego otro… ¡Todos quieren que eche agua sobre cada una de las tumbas!
Reconozco que mi paciencia no es muy grande, miro alrededor y sólo veo tumbas, cruces, gente llorando y suspirando…, no encuentro relación alguna entre esa religión de temor y dolor con la que he estudiado durante mi formación en teología. Y exploto, les digo que ya no estoy para echar más agua, le entrego la cubeta al catequista aymara que me acompaña y le pido que él moje a toda la gente…, y como quien escapa de una pesadilla, me voy al jeep y parto velozmente hacia Tiwanaku.

Más tarde, recapacitaré sobre lo ocurrido, trataré de buscar una respuesta a esa religiosidad popular que no se fundamenta en muchos estudios teóricos, pero que siente y profesa la fe a un Dios forjado y transmitido por otra cultura ajena pero que se ha interiorizado en los aymaras… Y  tendré que plantearme si el Dios de la vida no sonríe también a quienes dan culto a los muertos…     

Navidad en el altiplano

Mi primera navidad en Bolivia, en 1964, allá en Charagua, en pleno Chaco, había estado dominada por el calor y la sed… Ahora, en cambio, mi primera navidad altiplánica, la viviría en casi una absoluta soledad y en el frío de los 3.800 metros. 

Aquel 24 de diciembre de 1971 me dirigí nuevamente a mi parroquia de Jesús de Machaca, pero decidimos con los catequistas de la zona, celebrar la Eucaristía y recordar el nacimiento del niño en una comunidad aymara: Qorpa.

Situada a orillas del camino que unía Tiwanaku, Guaqui y Machaca, la comunidad poseía un dinamismo propio de quienes desean superarse luchando contra la pobreza. Las casas diseminadas en la ladera del cerro quedaban protegidas de la inclemencia del frío y permitía organizar en los terraplenes parcelas para cultivar la papa. Era el modelo de terrazas implantado ya por los incas, antes de que llegaran los españoles.

Sin luz eléctrica, al anochecer, comenzó a iluminarse el cerro con las lámparas de kerosene que alumbraban el sendero hacia la escuelita de la comunidad. Y ahí, en medio de la austeridad altiplánica, recordamos el nacimiento de Cristo, hecho niño, luchando también contra el frío, arropado por los más humildes, por los pastores…  La lectura de la biblia acompañada por cánticos en lengua aymara dieron a la celebración un sentido de encarnación total: era ese Cristo, pobre entre los pobres, nacido para anunciar a los cautivos su libertad y despedir libres a los oprimidos (que profetizó Isaías, cap. 61 y Lucas, cap. 4), el que se hacía presente en aquella y en todas las comunidades aymaras.


Al terminar la celebración, las familias regresaron a sus viviendas. Y en el aula de la escuelita me encontré solo, con mi bolsa de dormir sobre el suelo de cemento, rodeándome con un poncho para sobrellevar el frío y como única compañía una radio transistor que me traía los acordes de villancicos y cantos tradicionales navideños. Era la radio Cruz del Sur, de la iglesia bautista, que transmitía desde La Paz. 

Esa noche, en mi soledad, pensando en mis padres y amigos del otro lado del atlántico y añorando ¡cómo no!, un pedazo de turrón, me fui durmiendo. Era mi primera navidad altiplánica: noche de paz, noche de amor...  

No hay comentarios:

Publicar un comentario