Brujo entre los aymaras
A mediados de octubre de 1971, tengo que iniciar visitas a comunidades aymaras
de Jesús de Machaca y llego a Q”onq”o Likiliki en compañía de mi amigo Antonio.
Primer contacto con esas comunidades cuyo nombre no me resultará fácil al
comienzo, al igual que el de Sullcatiti Titiri… Paciencia, poco a poco trataré
de aprender no sólo el nombre de las comunidades sino el idioma mismo.
Y ahí, mi primera dificultad: yo uso lentes de contacto.
Tengo que sacármelos para dormir, guardarlos en su estuche, líquidos especiales
para mantenerlos estériles. Y todo ello
ante la mirada asombrada de Eustaquio. “Es que yo me saco los ojos, Eustaquio”.
“Nooo”, exclama asombrado. Mira al pequeño lente entre mis dedos, mira a mis
ojos, están en su lugar… para seguir con la broma me los vuelvo a colocar… “¡Brujo
es el padrecito!” Todos ríen… Y así, entre risas y bromas en lengua aymara, que
todavía no comprendo, pronto se va extendiendo de familia en familia, que yo
tengo ojos para quitar y poner. ¡Soy todo un brujo!
Primera crisis…
Jeep Toyota en 1972 |
Es el 1º de noviembre, día de TODOS SANTOS Y DIFUNTOS.
Voy en el jeep Toyota a la península de Taraco, otra de las zonas lacustres que
atendemos desde la parroquia de Tiwanaku. Mientras avanzo por caminos de tierra
quedo absorto por la magnífica visión: el azul del lago Titicaca se confunde y
hermana con el azul del cielo. Ese día hay que celebrar la misa por los
difuntos y yo voy meditando en ese Dios de vivos que nos transmite e infunde
vida porque “vine para que tengan vida y la tengan en abundancia”.
Pero la catequesis transmitida por los conquistadores y sus descendientes
hizo más hincapié en la muerte que en la vida, en el dolor que en la alegría
del evangelio… La misa se celebra en el cementerio y, aunque yo haya preparado
una homilía sobre el Dios de la vida, a los pobladores les interesa más que
rece por los muertos, que rocíe con agua bendita las tumbas.
Hago una bendición
general al cementerio, echo agua bendita sobre las cruces enterradas y… cuando
pienso retirarme se me acerca una señora: “padrecito, agüita en la tumba de mi
bebé”, me acerco con paciencia, rocío el pedacito humilde de tierra, y se me
acerca otra y luego otro… ¡Todos quieren que eche agua sobre cada una de las
tumbas!
Reconozco que mi paciencia no es muy grande, miro alrededor y sólo veo
tumbas, cruces, gente llorando y suspirando…, no encuentro relación alguna
entre esa religión de temor y dolor con la que he estudiado durante mi
formación en teología. Y exploto, les digo que ya no estoy para echar más agua,
le entrego la cubeta al catequista aymara que me acompaña y le pido que él moje
a toda la gente…, y como quien escapa de una pesadilla, me voy al jeep y parto
velozmente hacia Tiwanaku.
Más tarde, recapacitaré sobre lo ocurrido, trataré de buscar una respuesta
a esa religiosidad popular que no se fundamenta en muchos estudios teóricos,
pero que siente y profesa la fe a un Dios forjado y transmitido por otra
cultura ajena pero que se ha interiorizado en los aymaras… Y tendré que plantearme si el Dios de la vida
no sonríe también a quienes dan culto a los muertos…
Navidad en el altiplano
Mi primera navidad en Bolivia, en 1964, allá en Charagua, en pleno Chaco, había
estado dominada por el calor y la sed… Ahora, en cambio, mi primera navidad
altiplánica, la viviría en casi una absoluta soledad y en el frío de los 3.800
metros.
Aquel 24 de diciembre de 1971 me dirigí nuevamente a mi parroquia de Jesús de Machaca, pero decidimos con
los catequistas de la zona, celebrar la Eucaristía y recordar el nacimiento del
niño en una comunidad aymara: Qorpa.
Situada a orillas del camino que unía Tiwanaku, Guaqui y Machaca, la
comunidad poseía un dinamismo propio de quienes desean superarse luchando
contra la pobreza. Las casas diseminadas en la ladera del cerro quedaban
protegidas de la inclemencia del frío y permitía organizar en los terraplenes
parcelas para cultivar la papa. Era el modelo de terrazas implantado ya por los
incas, antes de que llegaran los españoles.
Sin luz eléctrica, al anochecer, comenzó a iluminarse el cerro con las
lámparas de kerosene que alumbraban el sendero hacia la escuelita de la
comunidad. Y ahí, en medio de la austeridad altiplánica, recordamos el
nacimiento de Cristo, hecho niño, luchando también contra el frío, arropado por
los más humildes, por los pastores… La
lectura de la biblia acompañada por cánticos en lengua aymara dieron a la
celebración un sentido de encarnación total: era ese Cristo, pobre entre los
pobres, nacido para anunciar a los cautivos su libertad y despedir libres a los
oprimidos (que profetizó Isaías, cap. 61 y Lucas, cap. 4), el que se hacía
presente en aquella y en todas las comunidades aymaras.
Al terminar la celebración, las familias regresaron a sus viviendas. Y en
el aula de la escuelita me encontré solo, con mi bolsa de dormir sobre el suelo
de cemento, rodeándome con un poncho para sobrellevar el frío y como única
compañía una radio transistor que me traía los acordes de villancicos y cantos
tradicionales navideños. Era la radio Cruz del Sur, de la iglesia bautista, que
transmitía desde La Paz.
Esa noche, en mi soledad, pensando en mis padres y
amigos del otro lado del atlántico y añorando ¡cómo no!, un pedazo de turrón,
me fui durmiendo. Era mi primera navidad altiplánica: noche de paz, noche de
amor...
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