martes, 15 de septiembre de 2015

RETAZOS DE UNA VIDA. Cap. 15: La Paz

La llegada a La Paz, en los primeros días de septiembre de 1971 estuvo rodeada por mensajes cifrados y un cierto misterio dado que varios jesuitas estaban perseguidos por la dictadura militar y que, en la ciudad de La Paz, los paramilitares habían matado a un sacerdote belga, Mauricio Lefèbre, cuando se dirigía en una ambulancia para asistir a los heridos en pleno centro de la ciudad. La consigna era cuidarse. En Brasil ya se había producido un golpe militar y perseguían a los llamados “tercermundistas”. En Bolivia, pronto sucedería lo mismo. Y había que cuidarse para moverse por las calles sin llamar demasiado la atención.

Mi destino inicial en Bolivia era trabajar en Oruro; sin embargo, antes de instalarme en la parroquia del Sagrario, el provincial de los jesuitas me propuso visitar otras obras de la Compañía para que decidiera bien dónde sería mejor quedarme, no sólo para mí sino para los trabajos de los jesuitas en Bolivia…

Cabildo en Llallagua

En los centros mineros de Catavi, Siglo XX y Llallagua había un grupo de religiosos oblatos y dos jesuitas que atendían las demandas siempre insatisfechas de los mineros. Cuando se vive un promedio de 35 a 40 años, cuando se consume una persona al ritmo de la silicosis, la religión no satisface tanto dolor. De ahí que en las minas, religiosos y religiosas trataban de estar cerca de tantas familias que veían cómo se les iba la vida y cómo sus hijos heredarían el mismo mal: el mal del estaño extraído de los socavones de la mina…

Con el golpe militar de Bánzer se acentuó más aún el abuso y explotación hacia los mineros. Oblatos y jesuitas se pusieron del lado de ellos, inspirados en luchadores de la talla de Filemón Escóbar, Domitila Chungara y otros. Los intereses de los comerciantes y dueños de negocios eran opuestos a los de los mineros. De ahí que muchos pobladores de los centros urbanos mineros estuvieran en contra de lo que denominaban “curas comunistas”. Un compañero, Trolo, fue uno de los que sufrió ese rechazo a su compromiso con los más pobres.

Cerca de la fiesta de San Miguel (29 de septiembre) viajé a Uncía y llegué a tiempo para acompañar al jesuita y a los oblatos en el cabildo que organizaron las autoridades  para definir el futuro de los religiosos. Me impresionó ver la iglesia llena de hombres y mujeres que gritaban “¡afuera los comunistas!” y decidían que Trolo tenía que salir de Uncía… Al terminar el cabildo, hubo que salir de la iglesia por el pasillo que formaban los lugareños, con su puño en alto para tratar de golpear a los misioneros, aunque no pasó de una amenaza para asustar.

En la noche, reunidos oblatos y jesuitas en la parroquia de Llallagua y con apoyo del obispo de Potosí, decidieron permanecer en la región minera.

Otras visitas 

Visité Potosí, en donde me reencontré con mi amigo y compañero de estudios en México, Miguel. También en Potosí se estaba viviendo un momento de “cuidado prudente” ante la incipiente dictadura banzerista que trató de acallar la voz de los mineros. El paso posterior por Sucre me sirvió más para recordar los tiempos del magisterio que para decidir mi lugar de trabajo; si algo me quedaba claro era que las clases en colegio no eran lo que más me atraía… Santa Cruz era la ciudad donde se había iniciado el golpe de Bánzer, en el mes de agosto, y estaba muy fresco el recuerdo de los tres jesuitas jóvenes que tuvieron que escapar de la parroquia para no ser linchados…

Al final, llegué a La Paz a visitar una comunidad nueva que recién habían abierto los jesuitas: la Illampu, así conocida porque era una vivienda situada en esa céntrica y popular calle. La primera y muy grata sorpresa: Lucho Espinal, a quien no había vuelto a ver desde mis estudios de filosofía, en San Cugat, me abrió la puerta. ¡Había sido profesor de lengua griega!, pero después eligió especializarse en cine y periodismo. 

Además de Lucho, en la misma comunidad vivían otros jesuitas (Xavier, Papaco…), y tres matrimonios jóvenes perseguidos por la dictadura. El ambiente comunitario era excelente y compartían también con los hijitos de los matrimonios. Me recordó a la comunidad de Tecualiapan, en México.

Sin embargo, el departamento estaba totalmente ocupado y me hablaron de otra comunidad de jesuitas que tenía el “sello de avanzada” y que valía la pena conocer: era la parroquia de Tiwanaku, en el altiplano paceño. 

Tiwanaku


Iglesia de Tiwanaku


La Parroquia de Tiwanaku está situada en la plaza principal del pueblo, toda ella de piedra procedente de las ruinas arqueológicas. Cuando en el siglo XVI llegaron los conquistadores españoles trataron de arrasar con lo que ellos consideraban superstición, idolatría. Las pirámides construidas, según estudios arqueológicos, por lo menos 1600 años a.C., fueron saqueadas y en parte demolidas[1].

Y qué mejor gesto para la cristiandad de aquel tiempo que sacar las hermosas piedras talladas por la sabiduría de la cultura tiwanakota y construir con ellas el templo católico donde ahora sí se les daría un destinado “civilizado”: celebrar la misa, realizar  bautizos y administrar todos los sacramentos, aun cuando la población originaria no entendiera los rezos en latín… Fue la civilización impuesta por la cruz y la espada.




Puerta del sol, en las ruinas de Tiwanaku



Era tal la riqueza arquitectónica de las instalaciones que con aquellas piedras se construyó la estación del ferrocarril entre Guaqui y La Paz, además de las iglesias de Tiwanaku, Laja[2], Guaqui, Jesús de Machaca y Andrés de Machaca. 








La comunidad de jesuitas de Tiwanaku estaba conformada por compañeros jóvenes, con algunos de los cuales había compartido durante los estudios de filosofía y teología. El grupo además estaba muy comprometido en el trabajo con los campesinos aymaras: alfabetización y educación de adultos, formación de catequistas y diáconos casados, atención a la salud. Era la comunidad ideal para incorporarme y fui muy recibido por todos…

Habitación en la parroquia
La parroquia abarcaba un gran número de comunidades aymaras extendidas en la provincia Ingavi: Tiwanaku (como sede del equipo), Tambillo, Taraco, Jesús de Machaca y San Andrés de Machaca. 

Se trataba de una comunidad de jesuitas que se había iniciado con visitas esporádicas de dos jesuitas, que desde La Paz viajaban en moto hasta Tiwanaku y que, posteriormente, establecieron su sede en el pueblo; después de esos dos pioneros (ya fallecidos actualmente) se unieron otros estudiantes, jesuitas y no jesuitas. El cierre de la universidad de La Paz (UMSA), decretado por el gobierno de Bánzer, favoreció la incorporación de algunos jóvenes al equipo de Tiwanaku.

Estudiantes de medicina con una inquietud social y deseo de atender en una posta de salud que apenas contaba con medicamentos empezaron a dedicar sus conocimientos en la atención a la salud. Se incorporaron estudiantes de pedagogía y sociología. Chicos y chicas viajaban desde la sede de gobierno a las comunidades para apoyar el trabajo de los jesuitas.

Era como el grano de mostaza del que nos habla el evangelio: de los dos religiosos del inicio se pasó a un grupo de ocho jesuitas y ocho o diez voluntarios, además de las comunidades religiosas fundadas en el mismo Tiwanaku, en Laja (donde fijó su sede el obispo auxiliar, Adhemar Esquivel), en Tambillo, en Jesús de Machaca, San Andrés de Machaca y al final en las mismas comunidades aymaras de Masaya y Wakullani.

Un equipo pleno de vida, con un gran obispo originario aymara que hablaba y celebraba los sacramentos en el idioma propio de los campesinos y un equipo que además coordinaba las tareas con las parroquias de Viacha (sacerdotes de San Luis, EE.UU), de Huarina y Achacachi (con los misioneros Maryknoll de EE.UU.) y que se extendía hasta el altiplano aymara en Perú (la prelatura de Juli). Se iba gestando la idea de la nación aymara así como de la propia iglesia aymara… Un sueño, una utopía, pero había que trabajar por ella.


[1] Tiwanaku quedó abandonado a raíz de un cataclismo que habría destruido esa civilización. Posteriormente fue víctima, durante cientos de años, de innumerables depredaciones ocasionadas por buscadores de tesoros, cazadores de amuletos y metales preciosos, y de la ignorancia de sus nuevos habitantes. Monolitos y otras piezas esculpidas formaron el terraplén del FF.CC. Guaqui-La Paz y sirvieron, asimismo como material de construcción de viviendas además de la edificación de la iglesia del actual pueblo de Tiwanacu.

[2] Población situada en el altiplano a 36 kms de La Paz, y 3.600 mts. de altura fue el lugar donde el capitán español Alonso de Mendoza estableció la sede del gobierno, en 1548. Posteriormente él mismo se trasladó a un valle donde fijó definitivamente la ciudad de Nuestra Señora de La Paz.

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