En noviembre de 1964, transcurrido ya el golpe de estado del general
Barrientos -4 de noviembre-, finalizó el año escolar y, como en Sucre
teníamos internado, todos los estudiantes regresaron a sus lugares de origen.
Un grupo de estudiantes procedían de Camiri y otros, de Santa Cruz. Me ofrecí
para viajar a visitar a sus familias y establecer así una mayor cercanía entre
los familiares y los jesuitas.
Al mismo tiempo, aprovecharía para llegar hasta Charagua, dado que en el mes de febrero de ese mismo año,
los jesuitas habían inaugurado una comunidad en la parroquia de Charagua,
pequeña población situada en el Chaco, en el departamento de Cordillera. Así
podía ayudarles en su trabajo durante la vacación escolar que en Bolivia -coincidiendo con el verano- se extendía desde diciembre hasta finales de
enero.
Camiri, la primera etapa hacia Charagua
Llegar hasta Charagua no había de ser tan fácil. Desde Sucre inicié el
viaje por autocar hasta Camiri. Pueblos como Padilla, Monteagudo… iban desfilando
ante mis ojos (o mejor, el bus desfilaba ante ellos) hasta llegar a la primera
meta, después de más de ocho horas de camino polvoriento… Camiri era la
población más grande y más dinámica por ser la sede de Yacimientos Petrolíferos
Bolivianos (YPFB). En ella se encontraba el campamento -ciudadela habría que decir- donde vivían ingenieros petroleros con sus
familias. Varios hijos de esas familias eran mis alumnos en el Sagrado Corazón.
Recuerdo con mucho aprecio a la familia Santelices, que me acogió en su hogar,
a los Peña, los Palacios…
Dos momentos especiales viví en Camiri: el primero de ellos, el
encuentro con varias madres de estudiantes que quisieron agasajar al profe de
sus hijos con un té, lo más elegante posible, con una excelente vajilla y
mantel bordado… Imagino que debían de pensar que un jesuita español provenía de
familia adinerada o de alta alcurnia… Sólo el cariño que me mostraron puede
excusar su desconocimiento en cuanto a mi “linaje”: yo provengo de una familia
de clase media baja, que vivió las penurias y escasez de la guerra civil
española, que nunca había asistido a un colegio privado, sino a un instituto
estatal, y trabajaba –al mismo tiempo que estudiaba- de mecánico en una fábrica
de camiones: la ENASA, donde se construían los camiones Pegaso, famosos en la
década de los 50. Nada más lejos en mi juvenil historia española que “el té con
pastas”, algo que al pueblo trabajador nos sonaba como muy propio de las
familias inglesas de un cierto abolengo…
Cuando la señora organizadora del encuentro me hizo presidir el té,
ofreciéndome la cabecera de la larga mesa, ya empecé a sentirme algo incómodo…,
pero cuando me vi rodeado -además de las
elegantes damas- por unas tazas, tetera,
pastelitos y unas bolsitas con algún misterioso polvito, colocadas en cada
platillo ¡mi desconcierto llegó a lo máximo! ¿Qué tenía que hacer con aquella
bolsita y la taza de agua caliente colocadas delante de mí? Las damas me
miraban. La anfitriona con una dulce sonrisa me invitó, sírvase, padre, y yo,
usted primera señora…, no padre, usted por favor… Ante semejante engorro y al ver que nadie
movía sus dedos, agarré la bolsita y empecé a rasgarla para echar ese polvo,
para mí desconocido ¡dentro de mi taza!
Bendita agilidad mental la de aquella señora anfitriona -no puedo recordar su nombre, pero me
gustaría reiterarle aquí mi homenaje de agradecimiento- que al constatar mi desconocimiento de lo que
era un té a la inglesa (o a la camireña…), rápidamente retiró la bolsita de mis
manos: disculpe, padre, parece que su bolsa está rota; yo se la cambio… Apenas
me pasó una nueva, colocó la suya dentro del agua de la taza, gesto que imité
rápidamente y de soslayo fui siguiendo sus movimientos: suaves sacudidas de la
bolsa, arriba y abajo, arriba y abajo, el agua cambiando de color, y luego
envolver la bolsita en la cucharilla para estrujarla suavemente también.
El té ya estaba listo. Las benévolas e indulgentes miradas de las damas
se dirigieron hacia mí, hacia el profesor que se supone debía formar a sus
hijos en el ilustre colegio del Sagrado Corazón, en Sucre, capital
constitucional de Bolivia, la ciudad de los cuatro nombres, sede de la Casa de
la Cultura, la cuna donde el libertador Simón Bolívar proclamó la
independencia… Para eso se esforzaban y pagaban una suma nada despreciable,
para mantener internos a sus hijos recibiendo la educación impartida por
jesuitas españoles (hace cincuenta años, tan sólo había un jesuita boliviano en
el colegio). ¡Y ahí tenían delante a una muestra de esa Orden religiosa, que no
sabía cómo servirse un té! Salí de esa reunión con el estómago oprimido y con
un firme propósito que mantengo cincuenta años después: ¡nunca más servirme
té!, ¡viva el café!
El segundo momento especial, con su toque humorístico también, lo viví
cuando decidí partir de Camiri a Charagua. El único medio de transporte era una
vagoneta que salía cada mañana a tempranas horas; reservé un espacio para
viajar al día siguiente. Quince minutos antes de la hora de partida fui a la
casa de donde salía el transporte y, para mi sorpresa, con una inusual
puntualidad, ya se había ido… Tendría que esperar hasta la siguiente mañana. Al
otro día, sin embargo, se repitió el mismo hecho: quince minutos antes de
llegar yo, el chófer se había ido… Algo intrigado, fui a conversar con uno de
mis alumnos y le expuse mi problema. La respuesta me dejó boquiabierto: ¡la
gente pensaba que llevar a un cura en el viaje traía mala suerte!, de ahí que
antes de llegar yo, ya partían hacia Charagua…
No podía ser. Tenía que llegar a la parroquia con los jesuitas. Al
tercer día cambié mi táctica: una hora antes de lo señalado, ya estaba junto a
la vagoneta y me senté antes que llegase el resto de los pasajeros… Ni modo,
tenían que elegir entre viajar conmigo o quedarse todos en tierra. Ese día se
pudo deshacer el tabú de la mala suerte con los curas… Viajamos tranquilamente
¡y ni siquiera se pinchó una llanta!
El trayecto fue para mí muy novedoso: era la primera vez que me movía
por el Chaco boliviano, árido y seco, con pequeños riachuelos que bañan ese
desierto, que surgen de dentro de la arena y a los pocos metros de nuevo se
introducen bajo tierra -son los típicos
bañados del Iso Iso-, como riachuelos pequeños hasta que llegamos al río
Parapetí. No había puentes y los autos tenían que vadear el río cuyo lecho era
poco profundo pero con arena movediza. A la orilla del río había jinetes a
caballo con unos banderines: el sistema para cruzar el río me pareció de lo más
original e interesante: amarraban el jeep a unos bueyes para arrastrar la
movilidad con el motor apagado; y los jinetes iban delante con sus expertos
corceles, clavando en la arena del río los banderines para señalar el lugar
menos profundo por donde deberían avanzar bueyes y jeep, con nosotros dentro,
claro está…
Me impresionó la práctica y agilidad de los caballos que, en el momento
en que pisaban alguna poza del río, rápidamente saltaban buscando un espacio
más firme… Gracias a ellos y a la habilidad del chofer, logré poner mis pies en
Charagua y encontrarme por fin en la parroquia con tres compañeros jesuitas:
Antonio Abad, Gabriel Siquier e Isidoro Mery.
La parroquia
Recordar cincuenta años después lo que significó aquella mi primera
experiencia en el caluroso Chaco, con unos jesuitas a los que no conocía y en
un medio de vida austero, marcado sobre todo por la austeridad del superior
religioso, el P. Abad, no resultaría fácil…
Por una parte, Antonio Abad era un hombre mayor, que acumulaba la
experiencia de haber sido superior de los jesuitas en Catalunya y luego en
Bolivia. En la década de los ’50 el superior general de la Compañía de
Jesús -el P. Suenens, belga de origen,
pero dirigiendo la obra desde Roma-
había encargado a los jesuitas de Catalunya que atendieran a Bolivia y
Paraguay. Dos hombres de experiencia en la vida religiosa -Julián Sayós y Antonio Abad- fueron los delegados desde Roma para esa
tarea.
Después de abrir una casa-noviciado para atender tanto a los jóvenes
novicios llegados desde Barcelona como a las posibles vocaciones que surgieran
en Bolivia, se procedió a cubrir la necesidad de profesores en los colegios más renombrados -San Calixto, en La Paz, y Sagrado Corazón,
en Sucre-. Posteriormente la Compañía de Jesús abrió una parroquia en Charagua,
en febrero de 1964. Ahí fue destinado el P. Abad como superior de la comunidad
y tal vez también -aunque sin formularlo
explícitamente- como lugar de retiro a
esperar el fin de una vida dedicada al servicio del Señor…
El P. Gabriel Siquier, mallorquín de nacimiento, era un hombre
excepcional con una gran facilidad para los idiomas. Al llegar a Bolivia había
trabajado en Cochabamba, región donde aprendió de tal forma el idioma quechua
que publicó un método para hablar en esa lengua. Años después, tendría que
dedicar su capacidad lingüística a aprender a hablar en guaraní, cuando los superiores
lo destinaron a trabajar en Charagua…
Con gran dedicación, con paciencia única para acercarse a los indígenas
guaranís y aprender la nueva lengua, recorría a caballo la región para ir de
una comunidad a otra, predicando el evangelio y acompañando a las familias en
sus reuniones, cuando tenían que tratar problemas de tierras, o la relación con
los patronos y -por qué no-, necesidades
sanitarias para niños y adultos…
Tuve la oportunidad de acompañarlo, durante el mes que duró mi estadía
en Charagua, a lomo también de un potrillo y fue también para mí otra nueva
experiencia encontrarme sobre una montura dejándome transportar por un manso
animal… Gabriel Siquier permaneció en esa parroquia durante años y se ganó el
aprecio y cariño de la población indígena. Sólo un accidente, a raíz de caer
del caballo que tantas veces había sido su única compañía en aquellos años,
pudo sacarlo de Charagua para un tratamiento quirúrgico en Cochabamba.
El tercero de los jesuitas, el P. Isidoro Mery, era oriundo del mismo
Charagua. Conocía los pormenores y necesidades del pueblo, entre otras la falta
de agua corriente: había que sacarla de pozos… Organizó con los soldados que
hacían el servicio militar un sistema de entubado para llevar el agua desde un
cerro cercano hasta un tanque de agua que almacenaba lo suficiente para
abastecer las viviendas. Pasados unos años se retiró de la Compañía de Jesús y
llegó a ser alcalde de Charagua.
Mi primera navidad en Bolivia tuvo matices muy especiales y difíciles de
olvidar: en primer lugar por el calor agobiante de los meses de noviembre a
enero, que en el hemisferio sur corresponden al verano. Acostumbrado a los días
cortos y las noches largas y frías de España, con aquel clima que invitaba y
casi obligaba a una celebración navideña
dentro del hogar, me resultaba difícil de aceptar que estuviéramos en
navidad con una temperatura superior a los 30 grados…; se añadía la falta de agua corriente; en el comedor se
encontraba una austera heladera que funcionaba con la llama de un mechero que
no alcanzaba a producir hielo…; pero el P. Abad vivía estoicamente comiendo
unos sabrosos pomelos que proporcionaban los árboles de la parroquia y que -según él-
ayudaban a conservar bien la vista (no dejaba de ser una ironía porque
el P. Abad veía muy poco en aquellos momentos; tal vez debería haber comido
pomelos desde que ingresó al noviciado, cincuenta años antes…).
Nunca olvido la mirada de resignación y benevolencia que me dirigió
cuando el 25 de diciembre, antes de la comida, me atreví a pedirle: “Por ser
este día especial ¿no podríamos comprar de la tienda una barra de hielo para
refrescar algo la bebida?” Reconozco que yo no llegaba ni mucho menos al
espíritu de sacrificio y desprendimiento que tenía nuestro superior, pero ese
día me miraron agradecidos también Gabriel e Isidoro… ¡Una simple barra de hielo… en una navidad
calurosa y agobiante puede significar mucho en navidad!
Río Grande
Si el Parapetí lo vadeamos amarrando el jeep a unos bueyes, cruzar el
río Grande -para dirigirme desde
Charagua a Santa Cruz- había de
significar otra aventura…
Salimos de Charagua en un ferrocarril que funcionaba a leña. Y al no
conocer las costumbres ni el sistema de compra de billetes a muy tempranas
horas o por medio de amistades, de influencias o de pequeñas “propinas” (léase
“coimas”) tuve que subir al furgón de cola, destinado para transportar ganado,
con tablones de madera en lugar de paredes, sin asientos y sin techo…
A los 24 años, cuando uno sólo piensa en el sacrificio de los apóstoles
o cuando está imbuido por aquellas películas del oeste americano (quién no
había visto en nuestra generación films de asaltos a las diligencias y trenes…)
aquello no dejaba de ser otra aventura para mí… Hermoso, contemplar el paisaje
temprano, en un ferrocarril que no desplegaría una velocidad superior a los 40
kms/hora… Hermoso hasta que alguien lanzó la alarma: - “huele a quemado”… ¡Y
todos se miraban la ropa! ¿El motivo? Las chispas procedentes de la locomotora
a leña eran transportadas por el viento y caían en el vagón sin techo… Pronto
aparecían pequeños huecos chamuscados en las camisas… ¡Habría que protegerse
del viento!
Sin embargo, lo más atractivo del trayecto, aquello que llamaría más mi
atención fue la llegada al río Grande. Mucho más profundo que el Parapetí,
dividía el camino y a su orilla se acababan los rieles… Al otro lado del río
aparecía nuevamente la vía que proseguía hasta Santa Cruz, pero… había que cruzar
el río Grande en barcazas a remo, pero… ¿y el tren? ¿Cómo proseguir? El sistema
no podía ser más práctico: habría que esperar la llegada del tren procedente de
Santa Cruz hacia Charagua y entonces sí, las barcazas irían de una ribera a la
otra transportando a los pasajeros. Hermoso e incluso poético…, el único
inconveniente era que del otro lado del río no se veía ningún ferrocarril…
Pasamos la noche en el monte (así llamen acá a las tierras bajas, con
arboledas, pero que no constituyen una “selva” tal y como algunos soñadores
europeos piensan todavía), dormitando en hamacas -quienes conocían ya el sistema viajaban con
ellas- o al pie de árboles que protegían
del viento, pero no de mosquitos y otros bichos desconocidos para mí, que en mi
infancia, apenas había salido más allá del cemento y el asfalto de Barcelona.
El amanecer trajo consigo el bullicio del ferrocarril y de los pasajeros
que viajaban hacia Charagua, y que nos prometía la posibilidad de finalizar
nuestro viaje hasta Santa Cruz. Faltaba para mí una nueva experiencia. Los
ganaderos del departamento cruceño transportan también su ganado hacia otras
haciendas y tienen que cruzar el río…, un río plagado de pirañas en donde había
que cuidarse de no meter ni un dedo en el agua si es que te asaltaba la
curiosidad por sentir su frescor…
¿Cómo harían, pues, con el ganado? Y ahí contemplé una simulación de lo
que habría podido significar el sacrificio de Abraham… El ganadero lanzó al
agua -¡al sacrificio!- una ternerita enferma, con llagas, para que
empezara a nadar hacia la orilla opuesta, e inmediatamente hicieron entrar al
ganado al tiempo que uno de los vaqueros se extendía cuan largo era sobre el
lomo de una vaca… El resultado fue fulminante: al olor de la sangre de la
ternerita, un enjambre de pirañas se lanzaron ávidamente sobre ella mientras
todo el ganado, vaquero incluido, cruzaban el río. Distraídas las pirañas con
el manjar que les habían ofrecido ni se acercaron al ganado sano… Sacrificar a
uno -sea animal o persona- para que otros muchos vivan… Una lección que
quedó grabada en mi mente mientras ya en el ferrocarril que rehacía el camino
recorrido la noche anterior -y ahora sí,
con asiento- nos llevaba hacia Santa Cruz
de la Sierra…
Sucre de nuevo: rojo como un tomate
En los casi tres años que viví en Sucre, entre clases a los alumnos y
reuniones con personas amigas, no puedo olvidar un día que caminaba
tranquilamente por la plaza principal y oí una voz femenina: “Padrecito…,
padrecito…” -me llamaba una joven en
silla de ruedas- “¿Me ayuda a cruzar la
calle?” Obviamente no podía negarme a ayudar a una persona parapléjica, pero no
pude evitar enrojecer cuando vi que algunos en la plaza me miraban… A mis 24
años, pocas veces había conversado con chicas, a no ser de la familia… Y ahí
estaba yo ahora, vestido con mi sotana, la joven del carrito sonriendo al ver
mi turbación, y yo empujándola tratando de no mirar a otras personas…
Cuando conté el hecho en la comunidad se me rieron mis compañeros: se
trataba de Mercedes Urriolagoitia, una gran amiga de los jesuitas, que había
sufrido un accidente… Así, en su carrito de ruedas, acabó sus estudios, fue una
gran luchadora contra la dictadura y posteriormente catedrática en la
universidad de La Paz, UMSA. Mecha, junto con toda su familia, fue una amiga
ejemplar[1] y
guardo un gran recuerdo de ella, de su hermana, Negra, de Toto su hermano
médico… Desde aquel día, pasaba buenos ratos de visita en casa de los
Urriolagoitia y empecé a darme cuenta de que las mujeres no revestían ese peligro
que se nos inculcaba en los primeros años de noviciado…
Los scouts… el grande ayuda al pequeño
En Sucre se había iniciado la experiencia de los scouts promovida
especialmente por el colegio alemán. La idea me parecía interesante porque
permitía, además del descanso en la naturaleza, la formación de un espíritu de
colaboración entre los jóvenes… La realización de una buena obra cada día, la idea inculcada en el saludo
scout de que el dedo grande cobija al meñique y la formación algo marcial, me
hacían revivir de nuevo mis años de juventud, antes de entrar al noviciado,
cuando participaba en campamentos en la montaña. Siempre me gustó ese cobijarse
dentro de una carpa durante días, compartiendo aventuras con chicos de tu misma
edad, las fogatas en la noche donde participábamos con cantos y juegos… La
ventaja además del movimiento scout es que no tenía el tinte político que en
España inculcó la falange a los campamentos de verano.
Hacia fines de 1966 nuestra tropa, banderín en mano y troncos de madera forrados
por aluminio emprendió la marcha -para
mí sería la última con los scouts- hacia
uno de los cerros más altos que rodean a Sucre. Fueron tres días de marcha. Los
troncos eran para construir una cruz en la cumbre y clavarla, de manera que al
estar forrada en aluminio, brillara con el reflejo del sol y se viera en la
ciudad… Logramos nuestro objetivo. Incluso celebró misa a los pies de esa cruz
el asesor espiritual del colegio de aquel entonces, Francisco Dardichón. Misión
cumplida, me decía a mí mismo, ya puedo partir de Sucre para seguir otra etapa
de mi vida en México.
Y así fue, a finales de noviembre de 1966, maleta en mano y ya sin sotana[2],
habiendo recordado después de doce años cómo se hacía el nudo de la corbata, me
dirigí al aeropuerto de El Alto, en la ciudad de La Paz, para abordar el vuelo
de Air France que nos llevaría hasta México, D.F.
Unos meses antes había obtenido la nacionalidad boliviana, con lo cual mi
salida de Bolivia fue totalmente distinta a mi llegada: ahora viajaba como
boliviano[3] y
como religioso mimetizado… ¡Quién me lo hubiera dicho al terminar mis estudios
de filosofía en Barcelona! Y no podía ocultar una cierta satisfacción: además
de poder conocer un país tan atractivo como México, estaba cumpliendo la
apuesta que hice a mi superior en junio de 1964: “Padre, no pienso volver a
estudiar aquí”.
[1]
Mecha Urriolagoitia falleció en La
Paz, el 18 de agosto de 2013, después de una vida dedicada a la lucha por los
derechos humanos.
[2] La
Constitución de México definía al país como un estado laico, donde no se
reconocía a ninguna religión ni se permitían manifestaciones religiosas
públicas; de ahí que las sotanas y los hábitos estuvieran prohibidos fuera de
loa conventos.
[3] México no reconocía el gobierno
dictatorial de Franco, en España, con lo cual nunca me habrían dado la visa
como español. Cura y español, dos grandes dificultades para entrar al México
lindo y querido.
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