lunes, 9 de marzo de 2015

Cap. 5 Charagua, mi primera navidad en Bolivia.


En noviembre de 1964, transcurrido ya el golpe de estado del general Barrientos  -4 de noviembre-,  finalizó el año escolar y, como en Sucre teníamos internado, todos los estudiantes regresaron a sus lugares de origen. Un grupo de estudiantes procedían de Camiri y otros, de Santa Cruz. Me ofrecí para viajar a visitar a sus familias y establecer así una mayor cercanía entre los familiares y los jesuitas. 

Al mismo tiempo, aprovecharía para llegar hasta Charagua,  dado que en el mes de febrero de ese mismo año, los jesuitas habían inaugurado una comunidad en la parroquia de Charagua, pequeña población situada en el Chaco, en el departamento de Cordillera. Así podía ayudarles en su trabajo durante la vacación escolar que en Bolivia  -coincidiendo con el verano-  se extendía desde diciembre hasta finales de enero.

Camiri, la primera etapa hacia Charagua

Llegar hasta Charagua no había de ser tan fácil. Desde Sucre inicié el viaje por autocar hasta Camiri. Pueblos como Padilla, Monteagudo… iban desfilando ante mis ojos (o mejor, el bus desfilaba ante ellos) hasta llegar a la primera meta, después de más de ocho horas de camino polvoriento… Camiri era la población más grande y más dinámica por ser la sede de Yacimientos Petrolíferos Bolivianos (YPFB). En ella se encontraba el campamento  -ciudadela habría que decir-  donde vivían ingenieros petroleros con sus familias. Varios hijos de esas familias eran mis alumnos en el Sagrado Corazón. Recuerdo con mucho aprecio a la familia Santelices, que me acogió en su hogar, a los Peña, los Palacios…

Dos momentos especiales viví en Camiri: el primero de ellos, el encuentro con varias madres de estudiantes que quisieron agasajar al profe de sus hijos con un té, lo más elegante posible, con una excelente vajilla y mantel bordado… Imagino que debían de pensar que un jesuita español provenía de familia adinerada o de alta alcurnia… Sólo el cariño que me mostraron puede excusar su desconocimiento en cuanto a mi “linaje”: yo provengo de una familia de clase media baja, que vivió las penurias y escasez de la guerra civil española, que nunca había asistido a un colegio privado, sino a un instituto estatal, y trabajaba –al mismo tiempo que estudiaba- de mecánico en una fábrica de camiones: la ENASA, donde se construían los camiones Pegaso, famosos en la década de los 50. Nada más lejos en mi juvenil historia española que “el té con pastas”, algo que al pueblo trabajador nos sonaba como muy propio de las familias inglesas de un cierto abolengo…

Cuando la señora organizadora del encuentro me hizo presidir el té, ofreciéndome la cabecera de la larga mesa, ya empecé a sentirme algo incómodo…, pero cuando me vi rodeado  -además de las elegantes damas-  por unas tazas, tetera, pastelitos y unas bolsitas con algún misterioso polvito, colocadas en cada platillo ¡mi desconcierto llegó a lo máximo! ¿Qué tenía que hacer con aquella bolsita y la taza de agua caliente colocadas delante de mí? Las damas me miraban. La anfitriona con una dulce sonrisa me invitó, sírvase, padre, y yo, usted primera señora…, no padre, usted por favor…  Ante semejante engorro y al ver que nadie movía sus dedos, agarré la bolsita y empecé a rasgarla para echar ese polvo, para mí desconocido ¡dentro de mi taza!

Bendita agilidad mental la de aquella señora anfitriona  -no puedo recordar su nombre, pero me gustaría reiterarle aquí mi homenaje de agradecimiento-  que al constatar mi desconocimiento de lo que era un té a la inglesa (o a la camireña…), rápidamente retiró la bolsita de mis manos: disculpe, padre, parece que su bolsa está rota; yo se la cambio… Apenas me pasó una nueva, colocó la suya dentro del agua de la taza, gesto que imité rápidamente y de soslayo fui siguiendo sus movimientos: suaves sacudidas de la bolsa, arriba y abajo, arriba y abajo, el agua cambiando de color, y luego envolver la bolsita en la cucharilla para estrujarla suavemente también.

El té ya estaba listo. Las benévolas e indulgentes miradas de las damas se dirigieron hacia mí, hacia el profesor que se supone debía formar a sus hijos en el ilustre colegio del Sagrado Corazón, en Sucre, capital constitucional de Bolivia, la ciudad de los cuatro nombres, sede de la Casa de la Cultura, la cuna donde el libertador Simón Bolívar proclamó la independencia… Para eso se esforzaban y pagaban una suma nada despreciable, para mantener internos a sus hijos recibiendo la educación impartida por jesuitas españoles (hace cincuenta años, tan sólo había un jesuita boliviano en el colegio). ¡Y ahí tenían delante a una muestra de esa Orden religiosa, que no sabía cómo servirse un té! Salí de esa reunión con el estómago oprimido y con un firme propósito que mantengo cincuenta años después: ¡nunca más servirme té!, ¡viva el café!   

El segundo momento especial, con su toque humorístico también, lo viví cuando decidí partir de Camiri a Charagua. El único medio de transporte era una vagoneta que salía cada mañana a tempranas horas; reservé un espacio para viajar al día siguiente. Quince minutos antes de la hora de partida fui a la casa de donde salía el transporte y, para mi sorpresa, con una inusual puntualidad, ya se había ido… Tendría que esperar hasta la siguiente mañana. Al otro día, sin embargo, se repitió el mismo hecho: quince minutos antes de llegar yo, el chófer se había ido… Algo intrigado, fui a conversar con uno de mis alumnos y le expuse mi problema. La respuesta me dejó boquiabierto: ¡la gente pensaba que llevar a un cura en el viaje traía mala suerte!, de ahí que antes de llegar yo, ya partían hacia Charagua…

No podía ser. Tenía que llegar a la parroquia con los jesuitas. Al tercer día cambié mi táctica: una hora antes de lo señalado, ya estaba junto a la vagoneta y me senté antes que llegase el resto de los pasajeros… Ni modo, tenían que elegir entre viajar conmigo o quedarse todos en tierra. Ese día se pudo deshacer el tabú de la mala suerte con los curas… Viajamos tranquilamente ¡y ni siquiera se pinchó una llanta!

El trayecto fue para mí muy novedoso: era la primera vez que me movía por el Chaco boliviano, árido y seco, con pequeños riachuelos que bañan ese desierto, que surgen de dentro de la arena y a los pocos metros de nuevo se introducen bajo tierra  -son los típicos bañados del Iso Iso-, como riachuelos pequeños hasta que llegamos al río Parapetí. No había puentes y los autos tenían que vadear el río cuyo lecho era poco profundo pero con arena movediza. A la orilla del río había jinetes a caballo con unos banderines: el sistema para cruzar el río me pareció de lo más original e interesante: amarraban el jeep a unos bueyes para arrastrar la movilidad con el motor apagado; y los jinetes iban delante con sus expertos corceles, clavando en la arena del río los banderines para señalar el lugar menos profundo por donde deberían avanzar bueyes y jeep, con nosotros dentro, claro está…

Me impresionó la práctica y agilidad de los caballos que, en el momento en que pisaban alguna poza del río, rápidamente saltaban buscando un espacio más firme… Gracias a ellos y a la habilidad del chofer, logré poner mis pies en Charagua y encontrarme por fin en la parroquia con tres compañeros jesuitas: Antonio Abad, Gabriel Siquier e Isidoro Mery.

La parroquia

Recordar cincuenta años después lo que significó aquella mi primera experiencia en el caluroso Chaco, con unos jesuitas a los que no conocía y en un medio de vida austero, marcado sobre todo por la austeridad del superior religioso, el P. Abad, no resultaría fácil…
Por una parte, Antonio Abad era un hombre mayor, que acumulaba la experiencia de haber sido superior de los jesuitas en Catalunya y luego en Bolivia. En la década de los ’50 el superior general de la Compañía de Jesús  -el P. Suenens, belga de origen, pero dirigiendo la obra desde Roma-  había encargado a los jesuitas de Catalunya que atendieran a Bolivia y Paraguay. Dos hombres de experiencia en la vida religiosa   -Julián Sayós y Antonio Abad-  fueron los delegados desde Roma para esa tarea.

Después de abrir una casa-noviciado para atender tanto a los jóvenes novicios llegados desde Barcelona como a las posibles vocaciones que surgieran en Bolivia, se procedió a cubrir la necesidad de profesores en  los colegios más renombrados  -San Calixto, en La Paz, y Sagrado Corazón, en Sucre-. Posteriormente la Compañía de Jesús abrió una parroquia en Charagua, en febrero de 1964. Ahí fue destinado el P. Abad como superior de la comunidad y tal vez también  -aunque sin formularlo explícitamente-  como lugar de retiro a esperar el fin de una vida dedicada al servicio del Señor…

El P. Gabriel Siquier, mallorquín de nacimiento, era un hombre excepcional con una gran facilidad para los idiomas. Al llegar a Bolivia había trabajado en Cochabamba, región donde aprendió de tal forma el idioma quechua que publicó un método para hablar en esa lengua. Años después, tendría que dedicar su capacidad lingüística a aprender a hablar en guaraní, cuando los superiores lo destinaron a trabajar en Charagua…

Con gran dedicación, con paciencia única para acercarse a los indígenas guaranís y aprender la nueva lengua, recorría a caballo la región para ir de una comunidad a otra, predicando el evangelio y acompañando a las familias en sus reuniones, cuando tenían que tratar problemas de tierras, o la relación con los patronos y  -por qué no-, necesidades sanitarias para niños y adultos…

Tuve la oportunidad de acompañarlo, durante el mes que duró mi estadía en Charagua, a lomo también de un potrillo y fue también para mí otra nueva experiencia encontrarme sobre una montura dejándome transportar por un manso animal… Gabriel Siquier permaneció en esa parroquia durante años y se ganó el aprecio y cariño de la población indígena. Sólo un accidente, a raíz de caer del caballo que tantas veces había sido su única compañía en aquellos años, pudo sacarlo de Charagua para un tratamiento quirúrgico en Cochabamba.

El tercero de los jesuitas, el P. Isidoro Mery, era oriundo del mismo Charagua. Conocía los pormenores y necesidades del pueblo, entre otras la falta de agua corriente: había que sacarla de pozos… Organizó con los soldados que hacían el servicio militar un sistema de entubado para llevar el agua desde un cerro cercano hasta un tanque de agua que almacenaba lo suficiente para abastecer las viviendas. Pasados unos años se retiró de la Compañía de Jesús y llegó a ser alcalde de Charagua.

Mi primera navidad en Bolivia tuvo matices muy especiales y difíciles de olvidar: en primer lugar por el calor agobiante de los meses de noviembre a enero, que en el hemisferio sur corresponden al verano. Acostumbrado a los días cortos y las noches largas y frías de España, con aquel clima que invitaba y casi obligaba a una celebración navideña  dentro del hogar, me resultaba difícil de aceptar que estuviéramos en navidad con una temperatura superior a los 30 grados…; se añadía   la falta de agua corriente; en el comedor se encontraba una austera heladera que funcionaba con la llama de un mechero que no alcanzaba a producir hielo…; pero el P. Abad vivía estoicamente comiendo unos sabrosos pomelos que proporcionaban los árboles de la parroquia y que  -según él-  ayudaban a conservar bien la vista (no dejaba de ser una ironía porque el P. Abad veía muy poco en aquellos momentos; tal vez debería haber comido pomelos desde que ingresó al noviciado, cincuenta años antes…). 

Nunca olvido la mirada de resignación y benevolencia que me dirigió cuando el 25 de diciembre, antes de la comida, me atreví a pedirle: “Por ser este día especial ¿no podríamos comprar de la tienda una barra de hielo para refrescar algo la bebida?” Reconozco que yo no llegaba ni mucho menos al espíritu de sacrificio y desprendimiento que tenía nuestro superior, pero ese día me miraron agradecidos también Gabriel e Isidoro…  ¡Una simple barra de hielo… en una navidad calurosa y agobiante puede significar mucho en navidad! 

Río Grande

Si el Parapetí lo vadeamos amarrando el jeep a unos bueyes, cruzar el río Grande  -para dirigirme desde Charagua a Santa Cruz-  había de significar otra aventura…
Salimos de Charagua en un ferrocarril que funcionaba a leña. Y al no conocer las costumbres ni el sistema de compra de billetes a muy tempranas horas o por medio de amistades, de influencias o de pequeñas “propinas” (léase “coimas”) tuve que subir al furgón de cola, destinado para transportar ganado, con tablones de madera en lugar de paredes, sin asientos y sin techo…

A los 24 años, cuando uno sólo piensa en el sacrificio de los apóstoles o cuando está imbuido por aquellas películas del oeste americano (quién no había visto en nuestra generación films de asaltos a las diligencias y trenes…) aquello no dejaba de ser otra aventura para mí… Hermoso, contemplar el paisaje temprano, en un ferrocarril que no desplegaría una velocidad superior a los 40 kms/hora… Hermoso hasta que alguien lanzó la alarma: - “huele a quemado”… ¡Y todos se miraban la ropa! ¿El motivo? Las chispas procedentes de la locomotora a leña eran transportadas por el viento y caían en el vagón sin techo… Pronto aparecían pequeños huecos chamuscados en las camisas… ¡Habría que protegerse del viento!

Sin embargo, lo más atractivo del trayecto, aquello que llamaría más mi atención fue la llegada al río Grande. Mucho más profundo que el Parapetí, dividía el camino y a su orilla se acababan los rieles… Al otro lado del río aparecía nuevamente la vía que proseguía hasta Santa Cruz, pero… había que cruzar el río Grande en barcazas a remo, pero… ¿y el tren? ¿Cómo proseguir? El sistema no podía ser más práctico: habría que esperar la llegada del tren procedente de Santa Cruz hacia Charagua y entonces sí, las barcazas irían de una ribera a la otra transportando a los pasajeros. Hermoso e incluso poético…, el único inconveniente era que del otro lado del río no se veía ningún ferrocarril…

Pasamos la noche en el monte (así llamen acá a las tierras bajas, con arboledas, pero que no constituyen una “selva” tal y como algunos soñadores europeos piensan todavía), dormitando en hamacas  -quienes conocían ya el sistema viajaban con ellas-  o al pie de árboles que protegían del viento, pero no de mosquitos y otros bichos desconocidos para mí, que en mi infancia, apenas había salido más allá del cemento y el asfalto de Barcelona.

El amanecer trajo consigo el bullicio del ferrocarril y de los pasajeros que viajaban hacia Charagua, y que nos prometía la posibilidad de finalizar nuestro viaje hasta Santa Cruz. Faltaba para mí una nueva experiencia. Los ganaderos del departamento cruceño transportan también su ganado hacia otras haciendas y tienen que cruzar el río…, un río plagado de pirañas en donde había que cuidarse de no meter ni un dedo en el agua si es que te asaltaba la curiosidad por sentir su frescor… 

¿Cómo harían, pues, con el ganado? Y ahí contemplé una simulación de lo que habría podido significar el sacrificio de Abraham… El ganadero lanzó al agua  -¡al sacrificio!-  una ternerita enferma, con llagas, para que empezara a nadar hacia la orilla opuesta, e inmediatamente hicieron entrar al ganado al tiempo que uno de los vaqueros se extendía cuan largo era sobre el lomo de una vaca… El resultado fue fulminante: al olor de la sangre de la ternerita, un enjambre de pirañas se lanzaron ávidamente sobre ella mientras todo el ganado, vaquero incluido, cruzaban el río. Distraídas las pirañas con el manjar que les habían ofrecido ni se acercaron al ganado sano… Sacrificar a uno  -sea animal o persona-  para que otros muchos vivan… Una lección que quedó grabada en mi mente mientras ya en el ferrocarril que rehacía el camino recorrido la noche anterior  -y ahora sí, con asiento-  nos llevaba hacia Santa Cruz de la Sierra… 

Sucre de nuevo: rojo como un tomate

En los casi tres años que viví en Sucre, entre clases a los alumnos y reuniones con personas amigas, no puedo olvidar un día que caminaba tranquilamente por la plaza principal y oí una voz femenina: “Padrecito…, padrecito…”  -me llamaba una joven en silla de ruedas-  “¿Me ayuda a cruzar la calle?” Obviamente no podía negarme a ayudar a una persona parapléjica, pero no pude evitar enrojecer cuando vi que algunos en la plaza me miraban… A mis 24 años, pocas veces había conversado con chicas, a no ser de la familia… Y ahí estaba yo ahora, vestido con mi sotana, la joven del carrito sonriendo al ver mi turbación, y yo empujándola tratando de no mirar a otras personas…

Cuando conté el hecho en la comunidad se me rieron mis compañeros: se trataba de Mercedes Urriolagoitia, una gran amiga de los jesuitas, que había sufrido un accidente… Así, en su carrito de ruedas, acabó sus estudios, fue una gran luchadora contra la dictadura y posteriormente catedrática en la universidad de La Paz, UMSA. Mecha, junto con toda su familia, fue una amiga ejemplar[1] y guardo un gran recuerdo de ella, de su hermana, Negra, de Toto su hermano médico… Desde aquel día, pasaba buenos ratos de visita en casa de los Urriolagoitia y empecé a darme cuenta de que las mujeres no revestían ese peligro que se nos inculcaba en los primeros años de noviciado…

Los scouts… el grande ayuda al pequeño

En Sucre se había iniciado la experiencia de los scouts promovida especialmente por el colegio alemán. La idea me parecía interesante porque permitía, además del descanso en la naturaleza, la formación de un espíritu de colaboración entre los jóvenes… La realización de una buena obra cada día, la idea inculcada en el saludo scout de que el dedo grande cobija al meñique y la formación algo marcial, me hacían revivir de nuevo mis años de juventud, antes de entrar al noviciado, cuando participaba en campamentos en la montaña. Siempre me gustó ese cobijarse dentro de una carpa durante días, compartiendo aventuras con chicos de tu misma edad, las fogatas en la noche donde participábamos con cantos y juegos… La ventaja además del movimiento scout es que no tenía el tinte político que en España inculcó la falange a los campamentos de verano.

Hacia fines de 1966 nuestra tropa, banderín en mano y troncos de madera forrados por aluminio emprendió la marcha  -para mí sería la última con los scouts-  hacia uno de los cerros más altos que rodean a Sucre. Fueron tres días de marcha. Los troncos eran para construir una cruz en la cumbre y clavarla, de manera que al estar forrada en aluminio, brillara con el reflejo del sol y se viera en la ciudad… Logramos nuestro objetivo. Incluso celebró misa a los pies de esa cruz el asesor espiritual del colegio de aquel entonces, Francisco Dardichón. Misión cumplida, me decía a mí mismo, ya puedo partir de Sucre para seguir otra etapa de mi vida en México.

Y así fue, a finales de noviembre de 1966, maleta en mano y ya sin sotana[2], habiendo recordado después de doce años cómo se hacía el nudo de la corbata, me dirigí al aeropuerto de El Alto, en la ciudad de La Paz, para abordar el vuelo de Air France que nos llevaría hasta México, D.F.

Unos meses antes había obtenido la nacionalidad boliviana, con lo cual mi salida de Bolivia fue totalmente distinta a mi llegada: ahora viajaba como boliviano[3] y como religioso mimetizado… ¡Quién me lo hubiera dicho al terminar mis estudios de filosofía en Barcelona! Y no podía ocultar una cierta satisfacción: además de poder conocer un país tan atractivo como México, estaba cumpliendo la apuesta que hice a mi superior en junio de 1964: “Padre, no pienso volver a estudiar aquí”.  



[1] Mecha Urriolagoitia falleció en La Paz, el 18 de agosto de 2013, después de una vida dedicada a la lucha por los derechos humanos.
[2] La Constitución de México definía al país como un estado laico, donde no se reconocía a ninguna religión ni se permitían manifestaciones religiosas públicas; de ahí que las sotanas y los hábitos estuvieran prohibidos fuera de loa conventos.
[3] México no reconocía el gobierno dictatorial de Franco, en España, con lo cual nunca me habrían dado la visa como español. Cura y español, dos grandes dificultades para entrar al México lindo y querido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario