jueves, 5 de marzo de 2015

Cap. 4 El mar Mediterráneo marcó nuestra decisión

 Bolivia en el horizonte

Trasladarse por barco, desde Barcelona a Bolivia, país sin acceso al mar, no dejaba de parecerme una idea curiosa… Y ese era el pensamiento que me envolvía aquel 24 de junio de 1964, cuando me dirigí al puerto barcelonés para instalarme en el transatlántico Augustus. No iba solo. Con Ramón y Eduardo éramos tres lo jóvenes jesuitas que partíamos rumbo a Sudamérica.

Habían transcurrido siete años desde mi ingreso a la Compañía de Jesús, un 23 de septiembre de 1957... En aquel tiempo, en una España dominada por la dictadura franquista, cuando era pecaminoso incluso mirar las pantorrillas de una chica, poco podía saber de lo que era ese mundo al que, a través de los votos de pobreza, castidad y obediencia renunciaría…




Y realmente, aquel 24, festividad de San Juan, sin saber bien qué nos esperaba, pero con la ilusión del joven misionero, partimos los tres compañeros  -Eduardo Cabanach, Ramón Alaix y yo-   envueltos en nuestras negras sotanas y con la tonsura marcada en la cabeza, como signo de consagración al Señor… y para identificarnos fácilmente en caso de que alguno se despistara…


Antes de dirigirme al puerto, un pequeño contratiempo se produjo con mi superior. Había ido a Barcelona[1] para despedirme de mis padres. No era fácil presentarles la decisión. Me quedé a comer con ellos en casa para conversar durante la sobremesa. Pero aquí un pequeño detalle: los jesuitas podíamos visitar a la familia, con permiso del superior, pero no comer en casa  -¿sería por temor a que comparásemos la comida casera de una madre con la del seminario?-.  Y como sabía que tardaría años en volver a visitar mi casa  -perdón, la de mis padres, porque aquello ya no era mío y al realizar mis votos ¡renuncié también a toda posible herencia!-  decidí interpretar la norma por cuenta propia: comí una rica paella…

Al regresar al seminario, el superior me esperaba serio a la puerta; se inició un diálogo de lo más insulso y estúpido:
-      ¿De dónde viene, hermano?
-      De Barcelona (era obvio, él me había dado el permiso).
-      ¿Y por qué tan tarde?
Era ridículo intentar mentir, a menos de una semana de salir de viaje hacia Bolivia:
-      Me quedé a comer en casa de mis padres…
La cara del superior cambió y parecía de pocos amigos… ¿Por qué tendrían esa manía de alejarnos de la familia si de ella habíamos salido y la habíamos dejado voluntariamente para ir al convento? Todavía tenía el saborcito de la rica paella, el pastel de postre y un sabroso café… No tenía ganas de dar más explicaciones.
-      Hermano Ros, cuando regrese, después de tres años…  - iniciaba su sermón, pero no le dejé terminar la frase.
-      No se preocupe, padre, que no regresaré aquí, no pienso volver a  España…

Y sin saber bien lo que decía ni el porqué, pero lo cumplí. Después de tres años de trabajo en Sucre, cuando mis compañeros regresaban a Barcelona para terminar el camino hacia el sacerdocio, yo me fui a México para estudiar cuatro años de teología…


De Barcelona a Santa Cruz

En julio de 1964 puse mis pies por vez primera en Santa Cruz. Mi destino era Sucre, para trabajar en el Colegio Sagrado Corazón, pero llegué a en primer lugar a Santa Cruz, porque después de dieciséis días de barco, llegamos desde Barcelona a Santos, en Brasil y, de ahí a Sao Paulo para seguir en vuelo posteriormente hasta Santa Cruz, con una escala en Corumbá donde pasamos la noche.

Esa breve etapa en Corumbá me planteó una pequeña inquietud: ¿por qué dormir ahí, en lugar de seguir directamente hasta Santa Cruz?... El capitán del avión brasileño nos aclaró el motivo a los pocos pasajeros que volamos en el bimotor: ya estaba atardeciendo y no podíamos llegar a Santa Cruz de noche porque la pista del aeropuerto de El Trompillo no tenía iluminación. ¿Cómo sería ese aeropuerto?, flotó en el aire la silenciosa pregunta que nos hicimos los tres jóvenes jesuitas. En el alojamiento donde dormimos no dejaron de preguntarnos a qué íbamos a Bolivia… porque para una mirada comercial no era muy comprensible que prefiriésemos Bolivia en lugar de quedarnos en Brasil.

A la mañana siguiente, temprano, abordamos una avioneta con motores a hélice que nos trasladó hasta Santa Cruz de la Sierra, ciudad tropical, con una exuberante vegetación que contrastaba con el cemento frío de Barcelona… ¡Estábamos en Bolivia, el país que habíamos elegido para permanecer en él de por vida!


Sucre, entre bombitas… y golpes de estado

El colegio del Sagrado Corazón, en la ciudad de Sucre, fue mi primer destino en Bolivia. La ciudad de los cuatro nombres, la ciudad blanca de Bolivia, me recibió haciendo honor a uno de sus cuatro nombres: blanca. Y es que así llegó mi sotana de jesuita  -negra en su color original-  después de ocho o diez horas de viaje en autobús, entre Cochabamba y Sucre, por una carretera de tierra, con curvas y más curvas  -¡y pensar que cuando era pequeño, en Barcelona, me mareaba con tan sólo subir al tranvía 23, conocido por el bamboleo que producía su suspensión!-  y con el remate final de todas las curvas, en la famosa subida llamada familiarmente “el meadero”.[2]

A las dos semanas de llegar y con el desconocimiento que tenía de colegios de jesuitas, cuando todavía trataba de entender cómo era el plan de estudios, celebramos la festividad de S. Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas… No olvidaré fácilmente lo que se llamaba entonces “la semana” del colegio, cuando salíamos en camioneta  -puesta a disposición de los padrecitos, siempre por algún buen papá-  con los alumnos y uno de los chicos lanzaba el grito de guerra:  “Una bombita por el Sagrado…”, y todo el curso, a voz en cuello, respondía “Booommbaaa… Sagradooo”!

Bombas, bombitas… Se trataba de transitar por las calles de Sucre gritando para que la población  -y sobre todo las alumnas de los colegios de monjas, Santa Ana y las Teresianas-  supieran que estábamos de fiesta…

Boooommmbaaa… El 31 de julio, festividad de San Ignacio, hubo misa solemne con todo el alumnado, presencia de las autoridades y fervientes seguidoras de los padres jesuitas.  Ahí comencé a conocer algo de la política administrativa de Bolivia, con un Prefecto del departamento y Alcalde la ciudad, cargos que en España se reducían a las personas nombradas por el dictador Franco.

¿Terminaría todo ahí?  No. Me faltaba incorporarme y tratar de adaptarme a la nueva vida en Bolivia. Y esos pasos llegarían semanas, meses, después…

Un 6 de agosto de 1964…

El 6 de agosto se celebraba un aniversario más de la independencia de Bolivia, un aniversario de su fundación como República. Había sido en 1825. Al llegar a Sucre, capital constitucional de Bolivia, me correspondió celebrar 139 años de vida independiente[3]   -al momento de escribir estas líneas, hemos conmemorado 189 años-.

Siempre me ha gustado cantar y desde los años del noviciado, en Roquetas, había formado parte del coro. Y mira por dónde, cuando no llevaba ni un mes en suelo boliviano, tuve que aprender y memorizar el himno nacional… y dirigir a todos los estudiantes del colegio, cuando en la plaza principal, 25 de mayo, se entonó el himno!  La noche del 5 de agosto apenas dormí: cantaba y repetía yo solo el himno para memorizar bien la letra, las notas… ¡No podía fallar!  Y creo que no fallé, aunque no pude menos de sonreír cuando escuché a algunos niños de primaria gritando a voz en cuello: “Bolivianos helados propicios…”, en lugar de la letra correcta: “Bolivianos, el hado propicio…” 

Al aprendizaje del himno nacional, siguió luego el de Chuquisaca, y el de los Colorados: “Vibró el clarín…”, todos reclamando el derecho al mar, un mar perdido en la invasión chilena, allá en 1879, y reclamado por Bolivia…

… y un 4 de noviembre de 1964

Nuevamente me costaba entender, con pocos meses en Bolivia, que un vicepresidente se alzara contra su presidente, con quien había realizado además una campaña electoral conjunta… Los mismos chicos que unos meses antes gritaban desde las calles: “Una bombita por…”, ahora los veía gritando: “¡Cayó el mono, cayó el mono!” Y es que a Víctor Paz, presidente reelecto en agosto de 1964 y artífice de la revolución nacional, se lo caricaturizaba como un mono…

El espectáculo de ver a jóvenes, muchos de ellos rifles en mano, gritando contra el presidente depuesto, me impactó, aunque la verdad es que uno se acostumbra a muchas cosas y, lamentablemente, nos acostumbramos a ver militares golpistas  - Ovando Candía, Hugo Banzer, Juan Pereda, David Padilla, Natusch Busch, García Meza, Celso Torrelio, Guido Vildoso-  que fueron turnándose en el mando de la nación hasta 1982, cuando retornaría la democracia a Bolivia.

Entre bombitas… y golpe de estado he iniciado el relato de esta experiencia vivida en Sucre. Y ciertamente, si primero se trataba de bombitas coreadas por los alumnos con motivo de la fiesta del colegio, luego, tres meses más tarde, serían bombas de verdad: el general René Barrientos Ortuño, vicepresidente del histórico Víctor Paz Estenssoro, del MNR, se levantó en armas contra su presidente. El golpe de estado fue más violento y cruento en La Paz, sede del gobierno, pero en todas las ciudades  -y Sucre también-  se levantaron para liberar a los presos torturados muchas veces por el “control político” del MNR.





[1] Hay unos 20 kms. de distancia entre San Cugat y Barcelona
[2] Antes de llegar a Sucre la carretera subía serpenteando una especie de barrancos, con curvas muy cerradas que obligaban a los choferes a frenar, retroceder cerca del precipicio y arrancar de nuevo para seguir subiendo. A veces, algunos pasajeros preferían bajarse del autocar por temor a que no agarrara bien la curva
[3] Bolivia se independizó de España el 6 de agosto de 1825.

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