domingo, 15 de marzo de 2015

Cap. 6: México lindo y querido

Una visión social

Después de casi tres años en Sucre, trabajando como profesor en el colegio de los jesuitas, “Sagrado Corazón”, llegó el momento de iniciar mis estudios de teología, formación obligatoria para recibir la ordenación sacerdotal.

Normalmente los jesuitas volvían a Barcelona, al instituto de donde habían salido, pero mi recuerdo de aquel centro de estudios no era muy agradable y además deseaba adaptarme lo más posible a América Latina. Por ello, pedí al superior provincial de entonces, Carlos Palmés, que me dejara estudiar en Argentina o en México. Al final, opté por México puesto que mi primer encuentro con algunos gauchos en el barco que me trajo de España a Bolivia no había sido muy agradable, sin que eso significara que todos los argentinos fueran iguales.

El viaje hacia México revistió una experiencia interesante puesto que el Superior Provincial de Bolivia viajaba a visitar a los estudiantes jesuitas esparcidos por Perú, Ecuador y Colombia. Herbert Villegas y yo íbamos a estudiar al teologado de México, mientras allá esperaríamos la llegada de Miguel Esquirol que se iba a incorporar también al grupo de jesuitas bolivianos. Las etapas del viaje, antes de llegar a México D.F., sirvieron para conocer la realidad de la Compañía de Jesús en otros países y para compartir con otros compañeros que realizaban estudios humanísticos en Lima; de filosofía, en Quito; y de teología, en Bogotá.

El 12 de diciembre de 1966, justamente en la festividad de la Virgen de Guadalupe, patrona de México  -y de América Latina-,  aterricé en el aeropuerto de una ciudad que resultaría muy entrañable para mí y que marcaría gran parte de mi vida religiosa y humana. En el aeropuerto nos recibieron varios jesuitas bolivianos y españoles, pero adscritos a Bolivia: Javier Baptista  -gran quechuista él-,  los primos Alfredo y Jaime Zalles  -el gran Jimmy-  junto con Francisco Javier Santiago  -“Papaco” para los amigos por su cierta tartamudez-.
Junto con ellos, Herbert Villegas, Miguel Esquirol y yo, los siete, formamos lo que denominamos “la colonia boliviana”, en México, dentro de un enorme edificio dedicado al estudio de filosofía y teología.

Río Hondo

En ese entonces, la capital mexicana tenía una población de seis millones de habitantes, casi la misma población que vivía en Bolivia. Dentro de esa urbe, en un barrio colonial y tranquilo, se encontraba el seminario destinado para estudios de filosofía y teología.

Un aspecto que me llamó la atención, a los pocos días de estar en México,  era su concepción de estado laico: no se veía a sacerdotes ni religiosas vistiendo sotana o hábitos por la calle, señal  -me dije-  de una mentalidad progresista dentro de la iglesia; pero los religiosos no dejaban de mantener una contradicción en su concepción de estado laico: en lo externo, parecían más modernos; en lo interno, sin embargo, dentro del seminario y de los conventos, mantenían la sotana y todas las formas tradicionales de vida religiosa.

Por tanto, al día siguiente de llegar al seminario de Río Hondo, saqué de mi maleta  -bastante arrugada, por cierto-   la sotana que había guardado cuando salí de Sucre…

Esa mentalidad progresista, de apariencia externa, no estaba muy interiorizada y, como suele ocurrir muy frecuentemente, la prohibición hace que se desee mantener el objeto prohibido: eso fue lo primero que sentí cuando pasaron los primeros días: el estudio de teología   -excepto en algún que otro profesor más joven-  seguía siendo bastante tradicional.

En cuanto a los compañeros de teología me encontré con personas tan interesantes como Fernando Cardenal   -hermano del poeta nicaragüense y que años más tarde sería uno de los formadores de la juventud sandinista, que derrocó al dictador Somoza-,  Néstor Jaén   -jesuita panameño con quien me unió una gran amistad y que falleció bastante joven-,  Pancho López  -de Jalisco él-, Carlos Bravo y otros muchos más cuyos nombres no es fácil recordar ahora, cuando han transcurridos ya más de cuarenta años. 

Sin embargo, a nivel general, parecía que los  aires del Concilio Vaticano II todavía no habían soplado por nuestro México lindo y querido, aunque pronto sería más bien un huracán el que llegaría…

Cuernavaca

Y ese vendaval comenzó a soplar en una ciudad próxima a la capital mexicana: Cuernavaca. El obispo de esa diócesis, Sergio Méndez Arceo, había destacado ya, como gran teólogo y hombre crítico, en los debates del Concilio Vaticano II, por su mentalidad aperturista y de cambio… Impulsor de lo que luego se conocería como “Teología de la Liberación” fue un hombre de mente abierta, gran historiador y sacerdote, comprometido con las y los pobres de la tierra.  
Obispo Méndez Arceo


En Cuernavaca pronto se vivió la reforma litúrgica preconizada por el Concilio Vaticano II[1]. Todos los domingos se celebraba la eucaristía presidida por Sergio Méndez Arceo, acompañado por un conjunto de mariachis. En la reforma litúrgica de la catedral se descubría al pueblo como sujeto de la oración  comunitaria, al poner la Biblia en manos del pueblo creyente.

Pero no fue tan sólo esos cambios en la celebración de la liturgia lo que popularizó a la ciudad de Cuernavaca. Entre otros muchos aspectos, dignos de ser destacados, Méndez Arceo fue el único obispo en México que se solidarizó con el movimiento estudiantil del ‘68, cuando se llevó a cabo la cruel masacre de Tlatelolco[2].


Iván Illich
Además, en Cuernavaca,  se había abierto un Centro de investigación social, que ofrecía cursos, seminarios, estudios sobre la política en América Latina, dirigido por Iván Illich, un pedagogo y ensayista mexicano de origen austríaco. En aquel Centro Intercultural de Documentación comenzó a fraguarse una serie de ideas novedosas sobre el papel domesticador de la educación, ideas que repercutieron en América Latina[3]



Pensamientos tales como: “La escuela es una institución construida sobre el axioma de que el aprendizaje es el resultado de la enseñanza. Y la sabiduría convencional continúa aceptando este axioma, pese a las abrumadoras pruebas en sentido contrario”.

O este pensamiento muy en consonancia con Paulo Freire: “Todos hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos fuera de la escuela. Especialmente en la sociedad de consumo, la escuela ha llegado a ser una industria, el diploma un producto, la enseñanza con sus empleados y empleadores, el mercado más grande de empleo, mercado detrás del cual se maneja una peligrosa burocracia”.

Y, por último, y para completar los cambios y las reformas, el mismo obispo Méndez Arceo había invitado a una comunidad de benedictinos jóvenes para que abrieran un monasterio, dedicado a la oración y al encuentro con jóvenes que buscaban otra forma de cristianismo.
Todo ello daba muestras de un México que oficialmente se anunciaba abierto a políticas favorables al tercer mundo (apoyo a la revolución cubana, a la Nicaragua sandinista, El Salvador…), pero que en su fuero interno mantenía una política inmovilista, con décadas de gobiernos del PRI y que no estaba dispuesto a permitir cambios internos que pudieran hacer tambalear su imagen.


Tlatelolco o Plaza de las tres Culturas

De ahí que, cuando en 1968 se inició la protesta universitaria y ante la inminencia de la realización, en el mes de octubre, de los juegos olímpicos, el gobierno presidido por Díaz Ordaz decidió aplastar las protestas, marchas y levantamientos estudiantiles sacando al ejército a las calles.
Protesta Universitaria



El gobierno de México había invertido en modernas infraestructuras, había inaugurado también el metro subterráneo además de construir diferentes estadios y la Villa Olímpica. 


 
Cuando los universitarios comenzaron a salir en marchas en contra del gobierno (hay que recordar que en mayo de ese mismo año se había producido en París la famosa revuelta universitaria) el presidente mexicano, Gustavo Díaz Ordaz, no dudó en sacar a la calle al ejército para impedir una manifestación que podía perjudicar la imagen de México.

Fueron días de dolor y sorpresa para muchos mexicanos que  -orgullosos de la modernización de su país-  contemplaban atónitos cómo los tanques se desplazaban por avenidas y se dirigían al centro mismo del Distrito Federal.



 
Y en ese ambiente, entre una iglesia mexicana muchas veces silenciosa ante la necesidad de cambios y de acercamiento al pueblo y otros sectores que veían la urgencia del cambio, nos fuimos formando un grupo de jesuitas  -dos de ellos de la colonia boliviana-  y fue naciendo también la idea de una iglesia del pueblo y para el pueblo…

En esa mentalidad de nueva iglesia, los muros del seminario no podían acoger las ideas de cambio y renovación: Miguel y yo planteamos a algunos compañeros, a quienes veíamos con inquietudes similares a las nuestras, salir del recinto del seminario para ir a vivir a un departamento dentro de un condominio. La idea era formar una pequeña comunidad de jesuitas, pero viviendo dentro de un vecindario, sin las barreras externas de la sotana y sin el distanciamiento de la población que significa la estructura de un seminario.


Tecualiapan

Un pequeño departamento en el tercer piso: sala-comedor, cocina, tres dormitorios, un baño, y un pequeño cuarto para la trabajadora del hogar con su pequeño baño[4], fue el lugar donde nos instalamos el grupo de siete estudiantes jesuitas, distribuidos de a dos en cada habitación (o recámara, como dicen los mexicanos): Gabriel y Álvaro; Pancho y Miguel, Alfonso y Pepe; Fernando y Toño, el único sacerdote como superior de la primera y novedosa comunidad conformada por seis mexicanos y dos bolivianos.

Nacía la primera experiencia de comunidad jesuítica, así como siglos atrás habían vivido Ignacio de Loyola, Francisco Javier y sus compañeros, en París, cuando fundaron la Compañía de Jesús. Al seminario de Tecualiapan seguiríamos asistiendo como estudiantes, pero el núcleo de nuestra vida estaba en aquel departamento, allá adonde empezaron a visitarnos algunos compañeros del seminario para ver con curiosidad, al comienzo, y con algo de envidia luego, cómo se organizaba ese “grupo de inconformes”  -¿será que estudian?, se preguntaban algunos; ¿rezarán o asisten a misa?, decían otros que no entendían nuestro deseo de cambio al interior de la Iglesia-.  

Tecualiapan fue una experiencia importante tanto para nosotros como para nuestros vecinos del condominio que nunca habían visto a religiosos celebrar la misa en su sala-comedor alrededor de una mesa compartiendo el pan normal y corriente y el vino de mesa entre los amigos y vecinos del condominio.




[1] Hay que recordar que hasta finales del Concilio, se celebraba la misa en latín y el celebrante estaba de espaldas al pueblo.
[2] A la muerte de Méndez Arceo, la población exclamaba: “Queremos obispos al lado de los pobres” y el padre de la teología de la liberación, Gustavo Gutiérrez, dijo: “al pueblo se sube, no se baja”.

[3] En 1971, en Bolivia, durante el gobierno presidido por Alfredo Ovando Candia, participó en el Congreso Nacional de Educación.
[4] La trabajadora no vivía en la comunidad, con lo cual pudimos disponer de un cuarto y baño más.

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