Una visión social
Después de casi tres años en Sucre, trabajando como profesor en el
colegio de los jesuitas, “Sagrado Corazón”, llegó el momento de iniciar mis
estudios de teología, formación obligatoria para recibir la ordenación
sacerdotal.
Normalmente los jesuitas volvían a Barcelona, al instituto de donde
habían salido, pero mi recuerdo de aquel centro de estudios no era muy
agradable y además deseaba adaptarme lo más posible a América Latina. Por ello,
pedí al superior provincial de entonces, Carlos Palmés, que me dejara estudiar
en Argentina o en México. Al final, opté por México puesto que mi primer
encuentro con algunos gauchos en el barco que me trajo de España a Bolivia no
había sido muy agradable, sin que eso significara que todos los argentinos
fueran iguales.
El viaje hacia México revistió una experiencia interesante puesto que el
Superior Provincial de Bolivia viajaba a visitar a los estudiantes jesuitas
esparcidos por Perú, Ecuador y Colombia. Herbert Villegas y yo íbamos a estudiar
al teologado de México, mientras allá esperaríamos la llegada de Miguel
Esquirol que se iba a incorporar también al grupo de jesuitas bolivianos. Las
etapas del viaje, antes de llegar a México D.F., sirvieron para conocer la
realidad de la Compañía de Jesús en otros países y para compartir con otros
compañeros que realizaban estudios humanísticos en Lima; de filosofía, en
Quito; y de teología, en Bogotá.
El 12 de diciembre de 1966, justamente en la festividad de la Virgen de
Guadalupe, patrona de México -y de
América Latina-, aterricé en el
aeropuerto de una ciudad que resultaría muy entrañable para mí y que marcaría gran
parte de mi vida religiosa y humana. En el aeropuerto nos recibieron varios
jesuitas bolivianos y españoles, pero adscritos a Bolivia: Javier Baptista -gran quechuista él-, los primos Alfredo y Jaime Zalles -el gran Jimmy- junto con Francisco Javier Santiago -“Papaco” para los amigos por su cierta
tartamudez-.
Junto con ellos, Herbert Villegas, Miguel Esquirol y yo, los siete, formamos
lo que denominamos “la colonia boliviana”, en México, dentro de un enorme
edificio dedicado al estudio de filosofía y teología.
Río Hondo
En ese entonces, la capital mexicana tenía una población de seis
millones de habitantes, casi la misma población que vivía en Bolivia. Dentro de
esa urbe, en un barrio colonial y tranquilo, se encontraba el seminario
destinado para estudios de filosofía y teología.
Un aspecto que me llamó la atención, a los pocos días de estar en
México, era su concepción de estado
laico: no se veía a sacerdotes ni religiosas vistiendo sotana o hábitos por la
calle, señal -me dije- de una mentalidad progresista dentro de la
iglesia; pero los religiosos no dejaban de mantener una contradicción en su
concepción de estado laico: en lo externo, parecían más modernos; en lo
interno, sin embargo, dentro del seminario y de los conventos, mantenían la
sotana y todas las formas tradicionales de vida religiosa.
Por tanto, al día siguiente de llegar al seminario de Río Hondo, saqué
de mi maleta -bastante arrugada, por
cierto- la sotana que había guardado
cuando salí de Sucre…
Esa mentalidad progresista, de apariencia externa, no estaba muy
interiorizada y, como suele ocurrir muy frecuentemente, la prohibición hace que
se desee mantener el objeto prohibido: eso fue lo primero que sentí cuando
pasaron los primeros días: el estudio de teología -excepto en algún que otro profesor más
joven- seguía siendo bastante
tradicional.
En cuanto a los compañeros de teología me encontré con personas tan
interesantes como Fernando Cardenal
-hermano del poeta nicaragüense y que años más tarde sería uno de los
formadores de la juventud sandinista, que derrocó al dictador Somoza-, Néstor Jaén
-jesuita panameño con quien me unió una gran amistad y que falleció bastante
joven-, Pancho López -de Jalisco él-, Carlos Bravo y otros muchos
más cuyos nombres no es fácil recordar ahora, cuando han transcurridos ya más
de cuarenta años.
Sin embargo, a nivel general, parecía que los aires del Concilio Vaticano II todavía no
habían soplado por nuestro México lindo y querido, aunque pronto sería más bien
un huracán el que llegaría…
Cuernavaca
Y ese vendaval comenzó a soplar en una ciudad próxima a la capital
mexicana: Cuernavaca. El obispo de esa diócesis, Sergio Méndez Arceo, había
destacado ya, como gran teólogo y hombre crítico, en los debates del Concilio Vaticano
II, por su mentalidad aperturista y de cambio… Impulsor de lo que luego se
conocería como “Teología de la Liberación” fue un hombre de mente abierta, gran
historiador y sacerdote, comprometido con las y los
pobres de la tierra.
Pero no fue tan sólo
esos cambios en la celebración de la liturgia lo que popularizó a la ciudad de
Cuernavaca. Entre otros muchos aspectos, dignos de ser destacados, Méndez Arceo
fue el único obispo en México que se solidarizó con el movimiento estudiantil
del ‘68, cuando se llevó a cabo la cruel masacre de Tlatelolco[2].
Iván Illich |
Además, en Cuernavaca, se había
abierto un Centro de investigación social, que ofrecía cursos, seminarios,
estudios sobre la política en América Latina, dirigido por Iván Illich, un pedagogo y ensayista mexicano de origen austríaco.
En aquel Centro Intercultural de Documentación comenzó a fraguarse una serie de
ideas novedosas sobre el papel domesticador de la educación, ideas que
repercutieron en América Latina[3]
Pensamientos
tales como: “La escuela es una
institución construida sobre el axioma de que el aprendizaje es el resultado de la enseñanza. Y la sabiduría convencional
continúa aceptando este axioma, pese a las abrumadoras pruebas en sentido contrario”.
O este
pensamiento muy en consonancia con Paulo Freire: “Todos hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos fuera de la
escuela. Especialmente en la sociedad de consumo, la escuela ha llegado a ser una industria, el diploma un producto, la enseñanza con sus empleados y empleadores, el mercado más grande de empleo, mercado detrás del cual se maneja una peligrosa burocracia”.
Y, por último, y para completar los cambios y las reformas, el mismo
obispo Méndez Arceo había invitado a una comunidad de benedictinos jóvenes para
que abrieran un monasterio, dedicado a la oración y al encuentro con jóvenes
que buscaban otra forma de cristianismo.
Todo ello
daba muestras de un México que oficialmente se anunciaba abierto a políticas
favorables al tercer mundo (apoyo a la revolución cubana, a la Nicaragua
sandinista, El Salvador…), pero que en su fuero interno mantenía una política
inmovilista, con décadas de gobiernos del PRI y que no estaba dispuesto a
permitir cambios internos que pudieran hacer tambalear su imagen.
Tlatelolco o Plaza de las tres Culturas
De ahí
que, cuando en 1968 se inició la protesta universitaria y ante la inminencia de
la realización, en el mes de octubre, de los juegos olímpicos, el gobierno
presidido por Díaz Ordaz decidió aplastar las protestas, marchas y
levantamientos estudiantiles sacando al ejército a las calles.
Protesta Universitaria |
Fueron días de dolor y sorpresa para muchos
mexicanos que -orgullosos de la
modernización de su país- contemplaban
atónitos cómo los tanques se desplazaban por avenidas y se dirigían al centro
mismo del Distrito Federal.
En esa
mentalidad de nueva iglesia, los muros del seminario no podían acoger las ideas
de cambio y renovación: Miguel y yo planteamos a algunos compañeros, a quienes
veíamos con inquietudes similares a las nuestras, salir del recinto del
seminario para ir a vivir a un departamento dentro de un condominio. La idea
era formar una pequeña comunidad de jesuitas, pero viviendo dentro de un
vecindario, sin las barreras externas de la sotana y sin el distanciamiento de
la población que significa la estructura de un seminario.
Tecualiapan
Un pequeño departamento en el tercer piso: sala-comedor, cocina, tres dormitorios,
un baño, y un pequeño cuarto para la trabajadora del hogar con su pequeño baño[4],
fue el lugar donde nos instalamos el grupo de siete estudiantes jesuitas,
distribuidos de a dos en cada habitación (o recámara, como dicen los mexicanos):
Gabriel y Álvaro; Pancho y Miguel, Alfonso y Pepe; Fernando y Toño, el único
sacerdote como superior de la primera y novedosa comunidad conformada por seis
mexicanos y dos bolivianos.
Nacía la primera experiencia de comunidad jesuítica, así como siglos
atrás habían vivido Ignacio de Loyola, Francisco Javier y sus compañeros, en
París, cuando fundaron la Compañía de Jesús. Al seminario de Tecualiapan
seguiríamos asistiendo como estudiantes, pero el núcleo de nuestra vida estaba
en aquel departamento, allá adonde empezaron a visitarnos algunos compañeros
del seminario para ver con curiosidad, al comienzo, y con algo de envidia
luego, cómo se organizaba ese “grupo de inconformes” -¿será que estudian?, se preguntaban algunos;
¿rezarán o asisten a misa?, decían otros que no entendían nuestro deseo de
cambio al interior de la Iglesia-.
Tecualiapan fue una experiencia importante tanto para nosotros como para
nuestros vecinos del condominio que nunca habían visto a religiosos celebrar la
misa en su sala-comedor alrededor de una mesa compartiendo el pan normal y
corriente y el vino de mesa entre los amigos y vecinos del condominio.
[1]
Hay que recordar que hasta finales del Concilio, se celebraba la misa en latín
y el celebrante estaba de espaldas al pueblo.
[2] A la muerte de Méndez
Arceo, la población exclamaba: “Queremos obispos al lado de los pobres” y el padre de la teología de la liberación, Gustavo
Gutiérrez, dijo: “al pueblo se sube, no se baja”.
[3] En
1971, en Bolivia, durante el gobierno presidido por Alfredo Ovando Candia,
participó en el Congreso Nacional de Educación.
[4] La trabajadora no vivía en la comunidad,
con lo cual pudimos disponer de un cuarto y baño más.
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