jueves, 6 de agosto de 2015

RETAZOS DE UNA VIDA. Cap. 12: DE NUEVO, EL MAR (1ª parte)

Subirse a un transatlántico por segunda vez no era algo habitual en aquellos tiempos, cuando todavía no se habían popularizado los cruceros de placer… Y tampoco había de ser por placer que me embarcaría en otro navío italiano que, en lugar de trasladarnos hasta Brasil para desde ahí volar a Bolivia  -como ocurrió en junio de 1964-, nos llevaría esta vez por una ruta diferente, más larga que la primera aunque más entretenida: haríamos la travesía por el Atlántico y  -cruzando el canal de Panamá-  seguiríamos por el Pacífico…

¿Desamor a la familia?

Algo que me he planteado muchas veces, desde que llegué a Bolivia, es si yo había perdido el amor a mis padres, así como al resto de mi familia. Y la crisis me asaltaba  -creo que ya la he superado bastante-  cuando veía a la gente llorar por la pérdida de un familiar.

El primer golpe lo recibí en México, en un instituto para maestras donde daba clases. Un mañana, veo en el aula a una joven llorosa. Por respeto a ella y para no incomodarla pregunto a una compañera del curso qué le pasa a su amiga.
- Profesor, es que ayer murió su abuelita.  
-¿Su abuelita?, la miro sorprendido, ¿y por eso llora?
La joven me miró como si yo fuera un pequeño monstruo.
-Claro, profesor, es que vivía con ella y la quería mucho

Viene entonces a mi mente la imagen de mis abuelos con quienes apenas tenía ninguna relación cariñosa y de quienes nunca había recibido yo una muestra de amor. Cuando murió mi abuelo materno creo que ni el pésame le di a mi madre. Y viene también la visión de mis padres y la despedida, a mis 17 años, para irme al noviciado de los jesuitas, o de mi partida a Bolivia, a mis 24 años…




Ahora tengo 84… Y siento lo mismo, es decir, casi nada. No me sale ninguna lágrima, no siento una tristeza especial…





Y al escribir estas líneas a mis 84 años, cuando ya mis padres fallecieron hace años y cuando cada día veo los lloros, los mensajes de dolor de quienes pierden a un familiar en Bolivia, me pregunto si habré incubado en mi interior una dureza hacia quienes me rodean, tal vez como resultado de una infancia de post-guerra donde los padres apenas tenían tiempo para dedicar mimos a sus hijos mientras luchaban por conseguir el sustento diario, o tal vez también por la formación religiosa que hacía hincapié en aquello de “quien no deje al padre o a la madre por mí, no es digno de mí” (Mt 10:37).

En el puerto

Sea cual sea la explicación, ahí estoy, en el puerto de Barcelona, con 31 años de edad, la formación sacerdotal terminada, diciendo adiós a mis padres, a mis hermanos, a mis tíos, insensible a lo que pudiera ser el dolor de la partida, del alejamiento…

Y tal vez ese subconsciente formado durante años de infancia, de juventud y de vida religiosa con la mística de renuncias y desapegos, hacen mella en mi personalidad que no será capaz de sentir el dolor y expresarlo tal y como lo siente nuestro pueblo latinoamericano en general, y boliviano especialmente.

El barco se aleja lentamente del muelle. Las imágenes de la familia van difuminándose inmóviles sobre el cemento del puerto mientras el barco enfila su proa hacia el sur. Y mi vista se dirige hacia el mar, hacia la inmensidad de ese océano sin horizonte, donde el mar acaricia el firmamento. De nuevo hacia Bolivia…

Caracas

La primera etapa de descanso después de navegar desde Barcelona es el puerto de La Guaira, en Venezuela. Tenemos el día libre para descender del barco y pisar tierra firme. Un amigo jesuita con quien compartí estudios en Bruselas viene con su auto y nos recoge a Ramón y a mí, para hacernos conocer Caracas. La modernidad de edificios contrasta con enjambres de viviendas construidas sobre las laderas de los cerros. Un conjunto de casas tiene los techos pintados del mismo color. Más allá, en otro barrio, sucede lo mismo, pero con un color diferente. 

Nuestros amigo nos explica que eso indica el color del partido que está en campaña electoral: los candidatos regalan pintura para arreglar las casas, pero los “beneficiados” tienen que votar por quien les da la pintura. La prebenda será una forma de conquistar el voto del pueblo, aun cuando el ganador olvide luego sus promesas y las casas se despinten con una lluvia intermitente que penetra al interior mismo de los hogares… Han pasado desde entonces más de cuarenta años y la prebenda sigue arraigada en los políticos que, a falta de un discurso honesto y coherente, prefieren ganar el voto en base a prebendas.

La etapa en Caracas es breve, de ahí pasamos para repostar combustible en la cercana isla de Curaçao: el petróleo abunda en Venezuela, es su principal fuente de ingresos y para los barcos que llegan desde Europa les resulta más económico llenar los tanques en Curaçao, un territorio autónomo del Reino de los Países Bajos, con una superficie aproximada de 444 km². y cuya principal industria es el refinado de petróleo importado desde Venezuela. Por la isla transita una de las principales rutas marítimas del Canal de Panamá, la misma que seguiremos nosotros para llegar al puerto de Arica. Pero antes de eso…

Cartagena

Dejamos atrás Venezuela y bordeando la costa colombiana llegamos hasta el puerto de Cartagena.

La primera impresión que recibo, antes de atracar en el muelle es el espectáculo que nos aparece a la vista, al asomarnos por la borda del barco y ver a niños nadando que piden les echemos monedas al agua. Ellos se sumergen y salen a la superficie con la moneda en la boca como si hubieran conseguido un trofeo de guerra. El espectáculo me deprime: qué nivel de pobreza el de los chiquillos de diez o doce años que tienen que zambullirse en el mar para conseguir unas monedas…

Y pienso en san Pedro Claver, el jesuita catalán, llamado “el esclavo de los esclavos”, que dedicó su vida en la ciudad de Cartagena de Indias, entre los años 1615 – 1654, para atender a los esclavos negros trasladados desde África hasta América. En Cartagena eran vendidos y distribuidos a otras regiones para trabajar hasta la muerte y enriquecer con su vida a sus patrones.     

Pedro Trigo, en el Cuaderno 70, de la Serie Cristianismo y Justicia, titulado Pedro Claver, esclavo de los esclavos, relata algunos escalofriantes datos sobre el maltrato que se daba a la población “En cada lote de esclavos que llegaba a Cartagena siempre había un grupo que enfermaban por las condiciones de la travesía y que nadie los atendía. El encerrarlos en las bodegas del barco, la humedad, el hacinamiento, la inmovilidad, la mala comida y los excrementos acumulados llevaba a que contrajeran enfermedades contagiosas, tanto de la piel y luego de la carne (llagas infectadas y tumores), como de las vías digestivas, y se supone que también de las respiratorias.

En esas condiciones, el hedor tenía que ser absolutamente insoportable. Los testimonios abundan en las llagas, el pus y la carne que se caía a pedazos, además, de las frecuentes diarreas. El hedor y el temor al contagio aislaban a los enfermos. En las casas en que los tenían en cuarentena no había atención médica y estaban desnudos, sin ninguna medida profiláctica.

Al llegar el barco cargado de esclavos, Pedro Claver por medio de los intérpretes, les daba la bienvenida, abrazando y acariciando a cada uno. Les decía que estaba allí como padre de todos.  Averiguaba si había enfermos graves o recién nacidos en peligro, se dirigía donde ellos limpiándolos, aliviándoles con lo que había traído al efecto y dándoles algunas golosinas y de beber”.


Visitar esa ciudad que, por otra parte es una joya arquitectónica para los turistas, me ponía en la realidad de esta América Latina despojada de sus riquezas y esclavizada en su mayor parte por la voracidad de los españoles, primero, y de los herederos criollos, después…

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