sábado, 1 de agosto de 2015

NUESTRA IGLESIA, ¿CINCUENTA AÑOS PERDIDOS?


Es curioso constatar cómo los mensajes del papa Francisco sorprenden ahora por su innovación y búsqueda de cambios, aun cuando muchas de sus palabras repiten mensajes que hace ya cincuenta años se habían pronunciado. Una somera mirada a lo vivido desde el Concilio Vaticano II, nos ayudará a comprender por qué la Iglesia ha perdido tanto tiempo:

1.   El Concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et Spes (El gozo y la esperanza) hace cincuenta años definía que “es urgente la obligación de sentirse absolutamente prójimo de cualquier otro hombre y, por consiguiente, servirle activamente cuando nos sale al encuentro, lo mismo si se trata de un anciano abandonado o de un obrero extranjero despreciado, o de un exiliado, o de un niño nacido de unión ilegítima, víctima injusta de un pecado no cometido por él, o de un hambriento que habla a nuestra conciencia recordándonos la voz de Dios” (GS, 27).

Y, más adelante, al referirse a los trabajadores, el Concilio dice: “la remuneración del trabajo debe ser suficiente para permitir al hombre y a su familia una vida digna en el orden material, social, cultural y espiritual” (Ibid, 67).

Esas y otras muchas enseñanzas del Vaticano II  -tan olvidadas después de cincuenta años-  son revividas en la actualidad por el Papa Francisco cuando habló en el II Encuentro mundial de los movimientos populares en Santa Cruz. Decía el concilio Vaticano II “la propiedad privada comporta una función social para el destino común de los bienes y cuando esta índole social es descuidada,  la propiedad fácilmente se convierte en ocasión de ambiciones (…) Se imponen, pues, reformas que tengan por fin mejoras de las condiciones del trabajo o incluso el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas en beneficio de los hombres capaces de hacerla valer” (Ibid, 71).

Y dijo el papa Francisco: “El servicio para el bien común queda relegado por la ambición desenfrenada de dinero que gobierna. Cuando el capital se convierte en ídolo (…), cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema (…), entonces arruina la sociedad y condena al hombre (…). Se impone, por tanto, la búsqueda cotidiana de las tres T: Trabajo, Techo, Tierra”. Si el Concilio hablaba de “reformas”, Francisco afirma sin miedo: “Queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras(II Encuentro mundial de los movimientos populares, Santa Cruz, 09.07.2015).

2.   Otro tema que llama la atención a la prensa y a muchos dentro de la jerarquía, como si fuera algo nuevo, es la iglesia de los pobres. Esta opción fue proclamada ya hace ya más de cuarenta años, en la reunión de obispos latinoamericanos (CELAM) en la ciudad de Medellín, en Colombia, en 1968. Ahí surgió el clamor por el compromiso con los sectores populares, así como el inicio de las comunidades de base y la teología de la liberación… “Un sordo clamor brota de millones de hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte”  (Documento sobre La pobreza de la Iglesia, 2), y más adelante afirman los mismos obispos: “Queremos acercarnos cada vez más con sencillez y sincera fraternidad a los pobres…” (Ibid, 9).

3.    Y hace treinta y seis años, de nuevo los obispos del CELAM, reunidos esta vez en la ciudad de Puebla, México, en 1979, recordaban que “los pastores de América Latina tenemos razones gravísimas para urgir la evangelización liberadora (…) porque de Medellín para acá, la situación se ha agravado en la mayoría de nuestros países” (III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Nº 487).

Los bienes de la tierra se convierten en ídolo (…) cuando el hombre concentra toda su atención en tenerlos o aun en codiciarlos (…) la riqueza absolutizada es obstáculo para la verdadera libertad. Los crueles contrastes de lujo y extrema pobreza (…) manifiestan hasta qué punto nuestros países se encuentran bajo el dominio del ídolo de la riqueza” (Ibid, 493-494).

4.    Personalidades como el sacerdote Gustavo Gutiérrez, en Perú, o el franciscano Leonardo Boff, en Brasil; obispos como Hélder Cámara, Oscar Romero, Leónidas Proaño, Samuel Ruiz, Pedro Casaldáliga y tantos otros fueron defensores de una iglesia que se inspiraba en el Concilio Vaticano II, inspirado por otro insigne papa, Juan XXIII.

5.   Prendió la chispa y se fue extendiendo el incendio renovador. En la década de los 70, en Bolivia vivimos la gran experiencia de búsqueda de una iglesia aymara, con un obispo aymara, con sacerdotes, religiosas, diáconos casados… Toda una renovación pastoral.

   En septiembre de 1973 tuve la oportunidad de viajar a Roma, con el obispo aymara, Adhemar Esquivel, para presentar al papa de entonces, Pablo VI, un proyecto de sacerdotes aymaras casados. Era un trabajo de conjunto con la prelatura de Juli, en Perú. El sueño, la utopía era todo un pueblo aymara con una iglesia más cercana a ella tanto por la lengua como por la mentalidad. Pero… en el Vaticano nos encontramos con el muro insalvable de la rígida ortodoxia: según los defensores de la sana teología los aymaras no podían ser sacerdotes “porque no habían estudiado la teología romana”…

Sin embargo, esa chispa de renovación se fue apagando, o mejor dicho: la fueron apagando… Desde el Vaticano llegó la prohibición para enseñar a Leonardo Boff, al igual que al gran teólogo alemán Hans Kung; la política derechista, basándose en las críticas procedentes de gobiernos militares y de informes como el de Mc Namara, o en el enfoque socio-económico del Consenso de Washington, fue haciendo mella en muchos obispos y sacerdotes del continente. Había que acallar los gritos liberadores. En Brasil buscaban al “señor Medellín” porque los militares escuchaban a valerosos jóvenes anunciar: “como dice Medellín…”. Las dictaduras militares acabaron con la vida del  obispo Romero, y la del jesuita Luis Espinal. El papa Juan Pablo II amonestó públicamente al sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal…

Para 1969   -menciona el Informe Mc Namara-   las nuevas perspectivas en el pensamiento católico estaban en efervescencia en Latinoamérica. Las corrientes progresistas dentro de la iglesia católica encontraron nuevos espacios dentro de las discusiones del Concilio Vaticano II (1962-1965). Versiones radicales del cristianismo se tradujeron en acciones como las del sacerdote y sociólogo colombiano Camilo Torres que se unió al Ejército de Liberación Nacional (ELN) en 1965. En 1968 se reunieron en Medellín los obispos latinoamericanos para discutir las implicaciones del Concilio para la región. Aunque el teólogo Gustavo Gutiérrez no publicó su obra hasta 1971, ya estaban en el aire las ideas de lo que él llamó la teología de la liberación.

La idea era clara: América Latina tenía que abrir su economía, abandonar las prácticas proteccionistas, recortar el hinchado papel del Estado; en otras palabras, la región latinoamericana tenía que insertarse en la lógica del mercado. Las reformas de política económica del Consenso de Washington representaban el programa de ajuste estructural para iniciar la transición de un modelo cerrado a uno abierto y liberalizado. El Consenso de Washington fue diseñado bajo un marco neoliberal.

Y así, la Iglesia se fue adormeciendo: obispos al servicio del poder capitalista, incluso convertidos algunos de ellos en terratenientes. En algunos Vicariatos se acuñó la nueva definición “vacariatos”… La reforma litúrgica se redujo a una celebración en castellano, pero fría y ritualista en lugar de celebrar en comunidad con la participación de hombres y mujeres. Los sacerdotes por lo general fueron relegados a ser la voz repetitiva del obispo y las religiosas quedan postergadas a un plano de “servicio y apoyo”.

Y lo más grave: el temor a la renovación, el cerrar las puertas (Juan XXIII había pedido abrir las ventanas del Vaticano para que entrara el aire del mundo) a quienes piensan de manera diferente y excluirlos de las decisiones dentro de las conferencias episcopales.

Por ello es que el Papa Francisco proclama con valentía (aunque no parece ser muy escuchado): “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades (…). Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueves implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos…” (La alegría del evangelio, cap. I: 49).

La Iglesia ha perdido décadas desde aquel Concilio inspirador de nueva savia, ha ocultado graves problemas y ha sepultado la voz de grandes teólogos, por ese lastre que heredó del mal llamado “Santo Oficio”.  “La Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (Ibid. 47).

Es el mismo papa Francisco el que denuncia: “Si parte de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco acogedor en algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo sobre lo pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de evangelización” (Ibid., cap. II: 63).

Y para recuperar los años perdidos, Francisco denunció ante los cardenales reunidos en el Vaticano las 15 enfermedades que a su juicio acechan a la Iglesia y en especial a la curia romana. Las enumeró, mientras los cardenales lo escuchaban asombrados: el "Alzheimer espiritual", "la mundanidad y el exhibicionismo", "la vanagloria", “la persistencia de un clima de chismes”, "el sentirse inmortal". 
"Una curia que no hace autocrítica, que no se actualiza y no intenta mejorar es un cuerpo enfermo", dijo Francisco.
Autocrítica, cambio de estructuras, defensa de la madre tierra, porque este sistema ya no aguanta… Es un llamado a recuperar los últimos 50 años perdidos, no para lamentarnos, sino para proyectarnos hacia el futuro, con una visión renovada: “¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora! ¡No nos dejemos robar la esperanza!” (La alegría del evangelio, 83 - 86).  




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